“All the promises at sundown, I meant them like the rest”
1. Consideraciones abstractas de una digna adaptación
Para todos aquellos que vivan adentro de un frasco de mermelada y por alguna inextricable razón no sepan absolutamente nada (o muy poco) sobre el contenido de esta segunda parte, y, aun así, quieran experimentar, en carne propia, los derroteros de la segunda entrega de Naughty Dog: para todos aquellos desprevenidos neófitos, entonces, está disponible, ahora en PC, The Last of Us Part II. Y también, porqué no, para todo aquel que quiera volver a sufrir, en el sentido masoquista y a la vez placentero de la acepción, la versión número mil de un juego originalmente concebido para un hardware del 2014, aunque ciertamente adelantado a su época en términos de calidad gráfica. Porque, sin ir más lejos, basta con realizar un ínfimo ejercicio comparativo entre la versión de PS4 y la de PS5, para llegar a la conclusión de que las diferencias no son demasiado ostensibles a la vista de los pequeños mortales, ávidos de experiencias menos grandilocuentes y más o menos modestas. Salvo, claro está, que se pretenda observar la manera en que cae un copo de nieve a la distancia en resolución 4K, o quedarse a mirar por media hora cómo se refractan los rayos de luz en las paredes llenas de moho, o apreciar la belleza del sistema volumétrico de la niebla, o constatar (entre otros numerosos detalles de texturas y de efectos visuales) cada una de las gotitas de lluvia que se deslizan por el capó de un auto y la ingente cantidad de partículas que se desprenden de la explosión de la cabeza y del cuerpo de un Hinchado, desparramando pústulas y ácido por todas partes. Salvo que algún exquisito ostente la voluntad de detenerse, obsesivamente, ante cada uno de estos relevantes momentos, el producto final entre ambas versiones será más o menos similar: la precisión de un fotorrealismo que parece haber alcanzado el ápice de una mímesis sin precedentes.

Por otra parte, hay que decir que Naughty Dog tomó debida nota del accidentado lanzamiento de la primera parte, y contrató, en consecuencia, a Nixxes: desarrolladora que ya se había encargado, de manera pulcra, de las adaptaciones de Ratchet & Clank, Horizon Forbidden West y Ghost of Tsushima, entre otros. En este sentido, el trabajo de la empresa holandesa ha sido nuevamente decente, con todas y cada una de las florituras que vienen al caso, y que hacen que a muchos seres humanos se les haga agüita la boca: latencia de Nvidia Reflex, escalado de resolución dinámica, oclusión ambiental, calidad de reflejos a tiempo real, dispersión subsuperficial del espacio en pantalla, desenfoque de movimiento, profundidad de campo, incandescencia, intensidad de la aberración cromática, densidad de partículas y, en definitiva, un extenso y sumamente tedioso etcétera.
De lo anterior se desprende el siguiente razonamiento, que no implica una crítica directa a la propuesta narrativa de Naughty Dog, sino, más específicamente, al entorno híper-realista que se intenta proyectar en una reproducción mimética y consecuente de la vigilia. Todo lo cual surge a partir de una fidelidad mimética que se manifiesta, cada vez con más notoriedad, como una necesidad imperante de la industria. Por un lado, entonces, la idea de una inmersión que, sobre todo dentro del contexto del gaming triple A, se circunscribe generalmente a los avances técnicos y, por el otro, como un residuo de aquella misma tendencia, la capacidad de los diferentes motores gráficos para concentrar la noción de ficción a la de una única realidad, esto es, la noción de realidad con la que nuestros sentidos lidian a diario.
Si todo lo anterior se diera efectivamente así, si el diseño de los niveles, las animaciones, la caracterización de los personajes, la atmósfera general, los distintos escenarios y la visión global del universo presentado, se parecieran cada vez con más precisión a la estructura de un hospital real, a la constitución edilicia de un museo histórico, a la manera de agacharse para recoger una munición adentro de un cajón, a la imposibilidad de cargar un arma cuando se está apuntando con ella, ¿qué lugar le restaría, en ese caso, a la posibilidad de la evasión, a la división dicotómica entre lo que podría concebirse como verdadero o falso, ceñido empíricamente a la realidad o distanciado de ella, a la verosimilitud de una escenografía típicamente apocalíptica o a la postulación de un nuevo contexto, signado por otro tipo de narración, por otro tipo de recurrencia escenográfica? De ahí que la esencia del universo de un videojuego, el ser interior que despierta ese lenguaje particular, conlleve (en determinadas circunstancias) hacer las cosas más graves, más pesadas, más densas, y no, por el contrario, más ligeramente o comúnmente asociadas a la realidad que creemos entender.

2. La polémica de una muerte prematura
Antes que los inconvenientes que produjo el supuesto sesgo político (véanse políticas de género) introducido en y durante el proceso creativo del juego, el problemita principal que trajo aparejada la segunda parte fue el hecho de desestimar, en apenas una horita, a uno de los personajes más emblemáticos de la historia. ¿No iba a pasar eso más tarde, según estimaban algunas que otras filtraciones? ¿No podría haber sido más sutil y condescendiente con el personaje que esa brutalidad que se le infiere hubiera sucedido en el tramo final de los acontecimientos, y no en los primeros sesenta minutos? ¿Y de ahora en adelante no más Miller en lo que resta de una aventura que, encima y fundamentalmente, dobla en duración a la anterior? Y la hipótesis de rigor, que abre el primer capítulo del making of titulado Grounded II: “It doesn’t need a sequel”.
Además de si era efectivamente necesaria o no una secuela y, por ende, la proposición del ya típico preconcepto de “strong female character” o del aún más explotado y agotado “girl boss”, dos atributos con los cuales Ellie carga paradójicamente a cuestas (“Ellie is scared of being alone”, dice Ashley Johnson en el documental citado), el problema no solamente fue el hecho de la muerte en sí, sino la forma en que ésta fue consumada.

Joel Miller, personaje que toma su inspiración de Llewelyn Moss en No Country for Old Men, representa la idea de una masculinidad un tanto atávica, en el sentido tradicional del término, es decir, el estereotipo de un héroe (o un contra-héroe) a lo John Wayne, que toma a diario su copita de bourbon y de whisky irlandés, fanático de las películas de acción de los ochenta, que ama la vida silvestre, que talla y conserva esa vida en madera y en pequeños muñecos de miniatura, que tiene en su biblioteca libros como “Colmillo Blanco” y “Moby Dick”, y que, en definitiva, junto a su caballo, su perro de caza y su escopeta de doble cañón, defiende el territorio privado de los amigos y los seres queridos. Un poco como Ethan Edwards en The Searchers, Joel no duda un solo segundo en matar cualquier cosa que se le cruce por el camino con tal de salvar la vida de su sobrina, o, como en este caso, el remanente simbólico de su hija. Y esa muerte tan despiadada, tan prematura y tan premeditada (aunque perfectamente plausible en relación con el lore del juego y, más concretamente, con la larga y variopinta fila de cadáveres apilada por Joel, Jerry Anderson incluido) fue algo que mucha gente, o, mejor dicho, un sector sumamente termo de la gente, no se bancó. No se bancó, en primer lugar, que Miller no fuera, en toda la extensión de la aventura, un personaje jugable, a player character: cosa bastante evidente desde la mismísima portada, hombres necios que acusáis sin razón. En segundo lugar, no se bancó el descarte de aquellas aparentes virtudes que inexorablemente se le adosan (como si no pudieran existir otras, como si no fueran también fuerzas renovables) al varón occidental por antonomasia, y que, por decantación, constituyen, en efecto, rasgos distintivos de la personalidad de Joel: sentido transcendente de la justicia, búsqueda de un absoluto, valentía o temeridad a flor de piel, una concepción de la pertenencia marcada por la relación interindividual de un grupo social acotado, la posibilidad de empezar una y otra vez de nuevo, un orgullo capaz de rivalizar con el de Cyrano de Bergerac, cierto estoicismo de guardarse los sentimientos demasiado rimbombantes o acuciantes (no es de los que “comparten”, le confiesa Ellie a Dina). Es decir, la imagen de un varón que condensa, en sí misma, varios y eclécticos arquetipos: el padre de familia, el moralista, el anti-héroe, el tirano, el hombre loco, el cazador, el disidente que se revela contra el orden de las cosas, el traidor o, en última instancia, la idea del caballero andante que se somete al azar de una aventura truculenta que, constantemente, pone a prueba su fortaleza física y su voluntad de poder, de protección desinteresada y brutal a toda cosa, de dominación. Siempre, además, a contra-corriente de cualquier especie de antagonista que se presente dispuesto a la batalla, pero con la intención intacta (tanto en Joel como en Tommy) de proteger el círculo íntimo de la familia y los compañeros: aun a costa de pisotear el pantanoso terreno de la justicia por mano propia, aun a costa de una posible (aunque nunca verdaderamente efectiva) salvación o cura para la humanidad.

Sumado a esto, la noción de la libertad atraviesa, como una fiebre maldita y como un componente claramente problemático, el concepto de varón que encarna el propio personaje de Miller. Porque, por una parte, se trata de una libertad que da cuenta de un papel activo (el inventor, el guerrero, el cabrío que toma cartas en el asunto) pero, por otra, esa misma emancipación que raya siempre con lo visceral, aspira (contradictoriamente) a un espacio de seguridad, conciliatorio y pasivo en partes iguales, ajeno a cualquier tipo de decadencia o de exabrupto belicoso, ajeno a la idea del “padre deformado” que implicaba, en la primera parte, el personaje de David. La casa de dos pisos que Joel dispone tranquilamente en Jackson, denota, en este último sentido, y sobre todo luego de su muerte, una amarga paradoja: desprovista de una humanidad anhelante, casi completamente vacía, metódicamente ordenada, llena de habitaciones en desuso que –antes que cumplir la función de simplemente albergar vida orgánica, tal vez a la espera de que Ellie algún día pueda ocupar los espacios físicos que sugieren esos huecos deshabitados e inoperantes– están, por el contrario, repletas de memorabilia y de objetos personales: películas y DVD’s varios (“Dance of the fallen petals”, “Islands of silence”, “The man from the mountain”), algunos libros de ficción, figuras de animales distribuidas en distintas estanterías (peces, búhos, osos, águilas y lobos), una colección de discos de vinilo, revistas de divulgación científica (dinosauros y el espacio exterior, respectivamente), un boceto de Joel hecho por Ellie sobre la repisa de una chimenea, una única fotografía con su hija, un taller dedicado a la carpintería y a la elaboración de guitarras, una vinoteca bien provista y una gran cantidad de cuadros (desperdigados por la planta baja y el primer piso) con imágenes de ciervos, cazadores, caballos y paisajes bucólicos, montañosos, nevados y solitarios.
Ellie, mientras tanto, atraviesa ambos territorios (el amor y el salvajismo, la caricia y la soledad, la palabra y el silencio) con una sola premisa por delante: la de una venganza matizada siempre por la ambigüedad y por las emociones encontradas. Por un lado, en Baker City, mientras Dina le ofrece algo de fruta a un caballo asustado y aterido, la sensación inquietante e imprevista del olvido, del miedo que aparece de repente y amenaza con borrar el recuerdo de un vínculo demasiado estrecho como para ser totalmente despojado de afecto, una suerte de cariño nostálgico, fantasmal, que se rehúsa al destino de la evanescencia, y que se vuelve mucho más visible e irremediable, mucho más físico y tormentoso, justo después de una ausencia irrevocable: “Durante medio día, no pensé ni en los Lobos ni en Joel. Ahora me siento culpable por eso”. Por el otro, luego de poner las flores últimas en la lápida de rigor, la escritura del diario como una especie de talismán, de recordatorio inexcusable, de fuego que todavía no se puede extinguir: “Mi boca sabe a hierro. Fuiste la suave vibración del nylon. El olor del aceite de madera. Impaciencia. Las cuerdas de guitarra con hierro son más brillantes. Las cuerdas de guitarra de metal generan un sonido más brillante. Confundieron tu resonancia, y solo me dejaron la disonancia. (…) me queda nuestra última conversación, que se repite como una progresión de acordes, de armonías en la sangre”.

3. La polémica de un juego “político”
¿Se puede no tener ideología en absoluto, ni lenguaje interior, ni concepción del mundo? ¿Quién puede jactarse de no disponer un sistema de creencias de ninguna clase? ¿Existirá la posibilidad de disociar voluntariamente la conciencia individual de los signos sociales que rodean a cualquier grupo etnográfico y, acto continuo, consumar la existencia propia como un cerebro adiposo que vuela por el espacio sideral, hambriento de inútiles interacciones histórico-colectivas? ¿Es posible crear un videojuego o cualquier otra expresión artística (que se precie de tal) desde la absoluta caverna y la vacuidad del éter?
La polémica de esta segunda parte fue que aparecían, durante el transcurso de la aventura, algunas palabritas con resonancias demasiado explícitas como para no ser advertidas y pasadas por alto sin mayores elucubraciones: “fascismo”, “militares”, “revolucionarios”, “salvajes”, etc. Y una de aquellas controversias, incluso antes del lanzamiento del juego, se dio con motivo de uno de los primeros tráilers, en el que Abby y Lev luchaban contra un grupo de Serafitas, en un escenario apenas perceptible de tormenta, lluvia y oscuridad por doquier. La cuestión, en resumidas cuentas, era que The Last of Us Part II (que ni siquiera podía vanagloriarse de ser un producto terminado) corría el peligro de haberse vuelto eventualmente, en determinados aspectos, “misógino”: cosa que los directores creativos se encargaron de negar con ahínco, sobre todo Halley Gross, guionista que se había sumado al equipo de Naughty Dog por deseo expreso de Neil Druckmann. El supuesto inconveniente venía dado porque, si aquella hipotética misoginia traía por consecuencia la inclusión forzada de políticas de género –los miembros del culto de los Serafitas no se autoperciben de ninguna manera, salvo por la clara distinción entre “herejes que viven en el pecado del Viejo Mundo” y resto de la humanidad–, entonces la franquicia dejaría de ser lo que había sido en su primera entrega: una experiencia neutral, un juego sin ideologías que vinieran a intervenir el entretenimiento duro y parejo, a desviar la atención de una historia cruda y elemental, pero enfocada principalmente en las relaciones entre los personajes. El argumento, dejando a un lado lo rudimentario del artículo, no era del todo descartable, siempre y cuando no lo pronunciara ningún leguleyo de los que abundan: situación que finalmente ocurrió. Pero el punto no deja de ser interesante. Si, durante el proceso de escritura de una obra, la preocupación constante en torno a las políticas de género, a la representación porque sí de las diversidades oprimidas, al discurso panfletario de turno o a ciertas agendas internacionales, se ubican, todas ellas, por encima de las decisiones artísticas y las convicciones estéticas, probablemente surja un espacio de tensión ineludible entre el horizonte de expectativas (el público, en general, no es idiota, y lo que demanda de un medio interactivo es básicamente entretenimiento genuino o, en este caso, sadomasoquismo) y el “mensaje” (ya sea que el intento por transmitir ese mensaje sea deliberadamente descarado o se camufle bajo capas y capas de subtextos).

¿Pero qué implica, en el contexto narrativo de este segundo arco argumental, la idea de “lo político”? ¿Está lo político ligado exclusivamente a la confirmación de un sesgo partidario, de un ismo, del color fundamental que nuclea la ideología de una bandera, de una plataforma histórica particular, de una institución gubernamental perpetuada en el tiempo o de un gobierno de facto reconocible? Si la respuesta tiene que ver con el hecho de que los Lobos tildan a Fedra de fascistas (se puede leer esta exacta inscripción, escrita con sangre en una furgoneta blanca, durante la travesía del primer día en Seattle) entonces el argumento no deja de hacer un poco de agua. La cualidad de lo político no se encuentra supeditada a esa exclusiva, indivisible asociación. Al menos, no necesariamente. Por ejemplo, Fedra y Los Lobos son facciones que mantienen un paralelismo con la “República de Nueva California” o con la “Legión de César”, en Fallout New Vegas, esto es: grupos armados y medianamente organizados, con jerarquías y niveles de poder en sus estructuras, con leyes militares y políticas territoriales, con doctrinas específicas y unidades de exploración, con tácticas y estrategias de guerrilla disímiles, con un sistema educativo ligeramente precario, y que, en definitiva, hacen lo necesario para subsistir en sus respectivos entornos. Incluso si esa subsistencia consiste (como en The Last of Us) en desterrar gente por “sedición”, con el objetivo suplementario de mantener raciones regulares y controladas de alimentos para una sección determinada (privilegiada) de la población. Ahora bien, esta comparación quiere ser meramente de índole narrativa, puesto que, se sabe, se trata de dos títulos que apuntan a objetivos diametralmente opuestos en términos de jugabilidad: uno es un RPG de mundo más o menos abierto y el otro una aventura en tercera persona, con un guion encriptado de principio a fin, que presupone, por esa misma razón, un único e ineluctable final.
Pero el asunto no deja de ser, más allá de las diferencias evidentes entre ambos, convocante. Porque el mismo criterio de evaluación sería perfectamente válido tanto para Fedra como para Los Lobos, por una parte, y para la Hermandad del Acero y los Remanentes del Enclave, por otra. De hecho, la propia Ellie constata en voz alta (aunque sin conocer a ciencia cierta la estructura interna de ninguno de los dos grupos) que Seattle cambió un gobierno de mierda (Fedra) por otro (Los Lobos), ante la vista de una señal colgada en una pared, que anuncia la obligatoriedad de ciertas reglas concernientes a la nueva milicia rebelde: ejecución inmediata para los colaboradores de FEDRA, permiso para abandonar la zona asignada, toque de queda en vigor hasta nuevo aviso. De ahí que la organización autodenominada “Washington Liberation Front”, o W.L.F., pareciera, a priori, una versión mutilada y degradada de los militares que los precedieron: liderados por dos o tres figuras elusivas de quienes solo se obtiene un conocimiento fragmentario por la lectura de documentos perdidos, papeles y cartas esporádicas, o por la visualización de alguna que otra cinemática, se mantienen en vigencia bajo la promesa permanente de mejorar el statu quo de la sociedad, pero, a la vez, mandan a la población a un campamento de refugiados (léase campo de concentración dosificado), arman listas de reclutamiento obligatorio, encarcelan y torturan a enemigos en celdas especialmente equipadas para la ocasión, y, por último, le dicen a la gente todo el tiempo cómo deben “limpiarse el culo”. No es de extrañar que haya ciudadanos capaces de cometer actos de sedición o de adhesión al régimen, según corresponda y convenga a cada cual. Cuestión que, efectivamente, puede comprobarse mediante la lectura de varias notas, halladas en Hillcrest y escritas alternativamente por Boris (quien termina envenenando a un grupo de Lobos por haber “maltratado” a su hija) o por la familia de los Brandman (quienes, frente al peligro inminente de encontrarse a cada rato con una manada de Scars, acceden a trasladarse a uno de los estadios designados, solo para proteger la seguridad de un hijo menor de edad). Todas y cada una de estas contingencias, para decirlo de un modo brusco y recalcitrante, también constituyen elementos narrativos “políticos”.

4. Conclusiones genéricas (de una digna adaptación)
¿Por qué, finalmente, no debería desestimarse el abordaje de un juego como The Last of Us, más allá de las filtraciones, de las condiciones de producción de la obra, de las críticas más o menos triviales al respecto de las ideologías introducidas en la narrativa, y de la supuesta gratuidad de dichas intromisiones? Las hipótesis podrían ser, en efecto, numerosas, variadas y contrapuestas.
En primer lugar, la cuestión concreta de ponerse al mando de los personajes y vivir de primera mano la historia propiamente dicha, sin que te la cuenten, esto es, experimentando las mecánicas del juego, las intervenciones y los diálogos entre los personajes, la inmersión que propone la yuxtaposición de un paisaje derruido y al mismo tiempo intervenido por una tupida vegetación emergente, los pasajes de acción frenética tamizados por los instantes más mesurados y pausados, y, en suma, los pequeños detalles que hacen que una historia que puede parecer genérica –el siempre a mano mundo post apocalíptico– alcance, por el contrario, una cierta consistencia narrativa. Esa solidez, sin embargo, no deja de tener, más allá de sus numerosas virtudes, un par de coincidencias argumentales harto convenientes: por una parte, el encuentro un poco fortuito entre Abby y Joel en mitad de una tormenta de nieve prácticamente impenetrable y, por otra, el hallazgo de una mochila con una serie de fotografías que revelan nombre y apellido de ciertos implicados.
En segundo lugar, debido a la banda sonora compuesta (de vuelta) por Gustavo Santaolalla, soundtrack que comunica por sí mismo sentimientos que transitan la melancolía, el rencor y una imperiosa necesidad de redención, y que, precisamente por esos motivos, se adhieren de manera indisoluble a momentos muy precisos de la trama. Allowed to be Happy, Cycles, Unbroken, All Gone (The Promise) y Beyond Desolation, entre otras, son apenas algunas de las muestras esporádicas, esbozos del talento del músico argentino.
El tercer motivo surge a partir de un interrogante: ¿por qué razones una historia, cualquiera sea el lenguaje que adopte esa historia, adquiere el estatuto de lo icónico o, más precisamente, de lo clásico? Quizá porque dicha historia –el luto de un padre por su hija, una chica que esconde a su pesar la clave para una cura impostergable, la elección de dos perspectivas que transitan el camino unilateral del odio y la venganza, un planeta destrozado en el que prima antes que cualquier otra cosa la supervivencia– sabe condensar, en la suma de sus complejidades y sus lugares comunes, los diversos avatares de la condición humana. Quizá, en último término, porque una historia que tiene pretensiones de erigirse como “clásica” presupone la trascendencia del espíritu de una época, a saber: la condición insoslayable de trasladarse en el tiempo y en el espacio y de no perder, con ese traslado, la vigencia de su argumento. The Last of Us es, entre otras cosas, eso: el hecho de tener que lidiar con la pérdida en el marco de un universo decadente, arruinado y estático, en el que, una vez más, el virus del cordyceps es solo el punto de partida para narrar otro tipo de monstruosidades: historias de violencia y de brutalidad en las que la frontera que separa lo moral de lo inmoral se vuelve cada vez más confusa, inaprensible y contradictoria.
Redacción: Enzo C. Servedía
Puntaje: 9
Tiempo Gamer agradece a los desarrolladores por la copia cedida del juego.