Paris in the fall. The last months of the year, and the end of the millennium. The city holds many memories for me: of cafes, of music, of love… and of death.
G.S.
1. La historia
George Stobbart es un abogado oriundo de California y, sobre todo, un norteamericano que cumple acaso algunos de los requisitos del arquetipo yanqui cuando se encuentra en modo turista termo grandilocuente: está dispuesto a asumir y ejecutar en cualquier lugar cualquier tipo de broma, es irónico y se cree el centro mismo del universo. Precisamente, la primera escena de la historia lo muestra al buenito de George de vacaciones en París. Espera tranquilo sentado en una mesita, afuera de un pintoresco bistró, con un toldito de colores entre amarillo y azul, en una esquina llena de árboles plantados simétricamente uno al lado del otro. Cerca, en otra esquina, un puesto de diarios que parece más bien un buzón rojo gigante, con el poster de una mujer en bikini y debajo el rostro de un hombrecito con bigotes. En el otro extremo de la calle, una arcada en forma de herradura conduce a un callejón repleto de tachos de basura y a una alcantarilla que será crucial en el comienzo de la aventura. En este escenario prácticamente inofensivo y rutinario hasta el cansancio, en mitad de una soleada mañana, una moza con un vestido rojo y blanco le trae la infusión de rigor al advenedizo. Él cree, erróneamente, que la chica coquetea con él. Claro, George es un galán porfiado y va a creer que todas las mujeres del planeta coquetean con él: como todo buen yanqui que se precie de tal en víspera de ocio. En eso, aparece un payaso que deja volar unos globos sonrientes al cielo: también lleva, sujetándolo con ambas manos, una suerte de acordeón (que es en realidad una bomba) y que deposita en un taburete adentro del bar, junto al lugar donde está sentada su primera víctima (un viejo que tenía la “pinta de un marido culpable que vive un romance” y al que le “gustaban las obscenidades sensacionalistas con tendencia derechista”) y a la que el payaso le roba un misterioso maletín. Los dos crímenes previos fueron llevados a cabo en otros países: un barón farmacéutico millonario, asesinado por un “muñeco de nieve”, según un ama de llaves, y un japonés de apellido Yamada, heredero de la fortuna de su padre, que quería desmantelar la industria automovilística en tierras niponas y que fue pasado a mejor vida por un “pingüino gigante”. El tercero, por ahora el último: un viejo francés sin pasado ni historia significativa, finiquitado por un mimo frenético y maquiavélico. Así empieza la historia de esta primera entrega de la saga, que nunca volvió a lograr un comienzo tan efectivo e impactante como el citado. Se trata de un periplo inopinado que implicará, por un lado, el desciframiento de un manuscrito del tiempo de las Cruzadas y la búsqueda de un tesoro templario (“una idea sumamente romántica, pero extremadamente improbable”), y, por el otro, un recorrido esotérico por Irlanda, España y Siria, entre otras locaciones, con el peligro de una secta de Asesinos que aparentemente pretende reconstruir la espada de Baphomet y los designios ocultos de una Orden cuyos descendientes han sobrevivido al reinado de Felipe V, a la hoguera y a la Inquisición. Hasta llegar ahora. Hasta llegar al presente. Al tiempo material y espiritual de su nueva existencia. A las criaturas psycho-killers. Al americano George Stobbart y a la periodista Nicolle Collard: coprotagonista y personaje central de los siguientes títulos de la franquicia.
Ahora bien, un detalle interesante del comienzo y de la mayoría del desarrollo de la aventura es que, mientras se recorren los escenarios y se registran los detalles que permiten interactuar y darle sentido narrativo al mundo del juego, el protagonista cuenta cada uno de esos pensamientos mediante una voz en off, utilizando un pretérito que implica a la vez un futuro que el jugador, inevitablemente, desconocerá. La imposibilidad de demarcar el presente tangible de Stobbart le da un cierto toque de incógnito al avance narrativo, pero, al mismo tiempo, le quita cierta tensión emocional porque, a pesar de todos y cada uno de los peligros que se le vienen encima, está siempre la posibilidad latente de la supervivencia del mencionado personaje: un elemento inherente de las aventuras gráficas clásicas, salvo las de Sierra, un par de entregas de la desarrolladora independiente Wadjet Eye Games y, por último, alguna que otra excepción de LucasArts, como Full Throttle.
Por otra parte, un aspecto sugerente del inicio, que no supone solo un detalle banal sino un elemento troncal del guion, es el humor descarnado e irónico de Stobbart, a veces acertado por inteligente y a veces francamente insoportable por el lugar común, quien irá describiendo (con esa voz en off, oculta a la exterioridad de los demás NPCs) cada uno de los parlamentos que le escupan en la cara. Por ejemplo, a un sargento ciertamente un poco inepto, que conoce al principio de la investigación por el crimen del payaso, Stobbart lo describe como un “hombre escuálido, cincuentón, que parecía un pollo constipado y que hacía extrapolaciones prematuras”. Al inspector Rosso, de la división de homicidios, le atribuye las aptitudes de un psíquico falaz y de un revolucionario embustero, quien además deja entrever cierto conocimiento de la ciencia de la parapsicología: personaje al que, por supuesto, George trata con un temerario escepticismo. A Lady Piermont –una aristócrata que toca un Steinway antiguo en el hall de un hotel lujoso, provisto de una escalera curvada en forma de ele, un candelabro esférico atiborrado de luces amarillas brillantes, unos elegantes cortinados rojos y unas paredes tapizadas con figuras en arabescos dorados– el buenito de George la pinta como una “mujer obviamente inglesa, que tenía todas las cualidades de Boadicea, Elisabeth I y Margaret Thatcher concentradas en una sola persona. No era una visión agradable”. En una plazoleta –en la que, en el año 1312, el Papa Clemente V había colgado a varios miembros de la Orden de los Templarios por acusaciones de herejía y había con lo cual resguardado para la posteridad su patrimonio intelectual y espiritual– el yanqui se encuentra con un grupito munido y ecléctico de gente, que mira impávida y como embobada los malabares de un jongleur, a saber: un señor prominente con una gorra azul, un flaquito con auriculares, un hombre de bigotes anchos con unas gafas enormes y una cámara de fotos y un par de niños, todos ellos alucinados por el número de aquel artista itinerante. George dictamina, lacónico: “Había un pequeño grupo de cinco espectadores. Es algo extraño, pero puedes tomar a la gente más inteligente del mundo, ponerles su ropita de vacaciones y presto: tienes un par de idiotas. ¿Por qué será?”. Como si lo anterior no fuera lo suficientemente revelador de su idiosincrasia, a los objetos inanimados les otorga la misma displicencia sardónica. Sin ir más lejos, en esa opulenta entrada del Hotel Ubu, describe la estatua de un ángel en puntas de pie como la “figura de un joven asexuado, con una sonrisita estúpida congelada en sus labios pétreos” y, más tarde, en el pasillo de una clínica, ante la vista de un ídolo con cierta reminiscencia griega, Stobbart constata lo que sigue a continuación, muy seguro de su sagacidad norteamericana: “Era una figura de mármol, a tamaño real de un tipo con una túnica. El escultor había intentado darle un aire de autoridad y preocupación paternal. A mí me parecía como si solo estuviera constipado”. Y, por último, cuando se encuentra con un puesto ambulante en Siria, regenteado por un dueño enérgico y deseoso de vender a los desprevenidos de siempre los mismos suvenires de porcelana de siempre, Stobbart observa, elocuente y verborrágico, lo siguiente: “El puesto ambulante vendía piezas de maquinaria antigua, que parecían sacadas de una prensa de imprenta descuartizada. No me podía imaginar de dónde habían salido, ni quién las podía querer”. Pero alguien sí las quería, claro está: una turista estadounidense, oriunda de Ohio, que escribía poemitas para las tarjetas de felicitación que su marido llevaba como empresa, y que estaba absolutamente empecinada en encontrar alguna antigüedad (alguna porquería) parar impresionar a los “chicos en casa”.
Podría sostenerse que dicha cualidad irónica (o idiota, puesto que los elementos que la constituyen no dejan de caer en el cliché de lo propiamente satírico y, por lo tanto, resulta, al momento de su ejecución, más que un elemento paródico, simplemente un gag algo innecesario) no se circunscribe solo a la personalidad del protagonista. Los demás habitantes de París –a los que habría que agregar un par de parroquianos de un bar en Lochmarne, el criado de una mansión en Villa de Vasconcellos y un pequeño vendedor de baratijas en Marib– también tratan al yanqui de modo similar, lo cual sí pone de manifiesto un punto destacado del argumento. En cualquier sitio del globo terráqueo a donde las circunstancias lo lleven, Stobbart siempre será el típico americano entrometido, orgulloso y falsamente entrañable: apenas un “simple turista” que se conforma con la Torre Eiffel, con el Louvre y con la plaza Pigalle, y que, por estos puntuales motivos, está al mismo nivel que una “rata de alcantarilla”, según como lo atestigua un obrero de la construcción que reniega de ciertos liberales o hippies porque “van a salvar a los delfines”. Vale decir, sin embargo, que este doble juego irónico resulta a la larga un elemento interesante del guion, que revela a cada momento cierta solapada crítica a los estereotipos, cualquiera sea la procedencia étnica, el rango etario o la construcción simbólica de los mismos: algo que Charles Cecil, director y cofundador de Revolution Software, se encargó de dejar muy claro en esta primera entrega de la saga. De ahí que, en el devenir de la historia, existan personajes tales como un policía francés perezoso, que toma invariablemente un café o un vermut en un barcito, protegiéndose del sol sentado a la mesa bajo una sombrilla, despreocupado del mundo y del tránsito de la ciudad, y que sepa del ahorcamiento de los Templarios por una placa conmemorativa ubicada en la entrada de una iglesia de mausoleos y vitrinas hexagonales, o que un niño, cuyo padre lo explota haciéndolo atender un puestito de baratijas en Siria, hable lo más pancho de la citada orden mística por una conexión que hace con el actor Roger Moore y por la lectura de una estampita. Se combinan, un poco desfachatadamente, la historia, la cultura popular, el esnobismo intrínseco del turista en tierras extrañas, la supuesta presencia de una secta musulmana radical y el misticismo al respecto de la existencia o no de los dichosos Caballeros Templarios. En este sentido, el inspector Rosso representa una figura enigmática de la trama, ya que encarna una idea que el juego se preocupa especialmente de desarrollar: la idea de que existen personas comunes, habitantes promedios, ciudadanos vulgares y aristócratas por igual, quienes se encargan de continuar y preservar el legado intelectual, espiritual y místico de la Orden, plantándose así, a través del tiempo y del espacio seculares, como los primeros verdaderos “internacionalistas”, elevando siempre sus convicciones por encima de cualquier prejuicio dogmático, nacionalismo encumbrado o bandería autóctona.
Pero esta primera entrega de la saga, más allá de sus fortalezas argumentales, no deja de tener ciertos conflictos narrativos, que tienen que ver, más precisamente, con algún que otro cambio brusco de tono, y, fundamentalmente, con la noción de representación verista que el juego intenta llevar a cabo. No se trata de suspender la incredulidad, ni de asumir el estatuto de ficción como mero escape de la realidad, ni de entrar en la matriz de la creación como lo que, en esto caso, es: una simple aventura gráfica en la que una “persona”, durante horas enteras, es capaz de guardar en un bolsillo de su pantalón una palanca en forma de T para abrir alcantarillas. Se trata de que Shadow of the Templars, a diferencia de algunos de sus contemporáneos –Dark Seed, Monkey Island II, The Legend of Kyrandia, Day of the Tentacle, Sam & Max, The Dig, entre muchos otros– se tomó un poco más “seriamente” el planteo y el desarrollo de su argumento, esto es, no se trató sencillamente de un juego enmarcado en el género de la ciencia ficción, del horror cósmico, del fantástico más irreverente o de lo extraño-inverosímil. Sirvan de ejemplo, para ilustrar lo anterior, las siguientes secuencias o momentos: a ) ¿por qué, después de lidiar con la hostilidad de los parroquianos en un bar en Irlanda, y de arreglar una gotera del servicio de despacho de bebidas en el sótano del citado establecimiento, y de haber distraído a una encolerizada cabra en uno de los puzles más infames jamás creados: por qué, luego de cada uno de estos nobles esfuerzos y ocurrencias del ingenio, no se nos permite, en calidad de jugadores y espectadores, recorrer aunque más no sea dos o tres pasillos de aquel castillo medieval en una zona rural y semi-despoblada de Lochmarne, que probablemente escondiera en su interior un tesoro celosamente guardado durante siglos por una orden templaria? b ) ¿cómo es posible que un ciudadano norteamericano al pedo en París, así de la nada, se ponga un ambo blanco, distraiga a una recepcionista, a un par de doctores, al director de la institución, a un hombre que limpia un pasillo, se haga pasar por médico y finalmente engañe (solo con esa única prenda) a una enfermera que, al parecer, lleva años trabajando en un ala del hospital, al cuidado de diferentes tipos de pacientes? c ) ¿cómo es factible que una periodista, que lo único que hace es pasar sus días en su departamento intentando desentrañar la historia relatada en un pergamino templario, de improviso caiga del techo de un museo por mediación de una soga y, vestida de Gatúbela, se robe el trípode que había sido de un alquimista y que ahora se encontraba encerrado en una vitrina? d ) ¿es físicamente plausible que una persona, ante el peligro de que el asesino de una secta le pegue un balazo en la cabeza, se tire de un barranco de varios metros de altura y caiga lo más tranquila en el asiento de un jeep, absolutamente ilesa, como si se hubiera dado un clavado de parado en una pileta de natación olímpica? El problema con este tipo de ocurrencias es que, de acuerdo al tono de la representación que el título quiso (y quiere) postular, dichas acciones se sienten caprichosas, sumamente arbitrarias y, lo que es aún peor, carentes de sentido común: el mismo sentido común, o el mismo rasgo de verosimilitud que hace que, antes de abandonar un night-club en Siria, Stobbart deje (en un gesto automático y predeterminado que el jugador no puede controlar) las llaves del baño en una barra, por parecerle ilógico el hecho de llevarlas consigo cuando, efectivamente, nunca volverá a utilizarlas. Broken Sword, señoras y señores, en su máxima expresión.
2. Reforged
Las características de esta re-imaginación o remake, según contaron desde Revolution, que inició una kickstartet para el proyecto de Broken Sword 5, son de público conocimiento: cada fondo repintado y redibujado a partir de los bocetos originales, tomando como punto de partida los escenarios de 1996 (dato no menor, puesto que la versión Director’s Cut fue un adefesio inventado para telefonitos celulares, que además rompía por completo las mecánicas del juego); adición de algunas pistas a una banda sonora que ya era bonita en la versión primigenia, y que se ha convertido ciertamente en icónica para los fans de la saga; resoluciones en 4K para observar los cuatro o cinco gestos que hace George si lo dejamos paradito, sin moverse, por un par de minutos; personajes reanimados y remodelados fotograma por fotograma (aunque algunas animaciones, como los primeros planos de las conversaciones telefónicas, están prácticamente idénticas a las de la primera entrega); cambios en la interfaz, es decir, ayudas para las frágiles subjetividades actuales o las audiencias modernas (si bien al comienzo se pueden seleccionar dos modos o estilos de experiencia, “Historia” o “Clásico”, las pistas siempre están al alcance de la mano, ya sea de forma automática o manual); nuevo doblaje en inglés (se mantiene, a este respecto, la interpretación en español que hace Tomás Rubio en la voz de George, y que convierte el posible encanto sardónico del personaje en una suerte de autómata despojado de todo sentido de la orientación y de la sutileza); acceso a todas y cada una de las plataformas disponibles de vieja y nueva generación (lo cual supone poder utilizar mando o teclado y mouse, según lo prefiera el usuario); etc. etc.
Y un detalle más, que el señor Charles Cecil se encargó de dejar bien clarito: escalado a través de la utilización de inteligencia artificial, un modelo de IA que, supuestamente, ellos mismos entrenaron. De hecho, desde Revolution se expresaron al respecto con estas palabras: “Queríamos utilizar herramientas que se entrenaran exclusivamente con nuestros propios datos, por lo que optamos por escribir nuestro propio programa a medida en colaboración con la Universidad de York. Los resultados de esta herramienta recibieron una importante intervención de nuestro equipo de arte, lo que garantiza que el producto final reciba el mismo nivel de atención al detalle que cualquier otro diseño acorde con los estándares pulidos de un juego de Broken Sword”.
Esto puede ser bueno y malo al mismo tiempo. De hecho, esa ambivalencia se nota en el resultado final, en la contradicción que supone el producto acabado. En algunos casos, ciertamente se observa el cuidado o la diferencia entre una versión y otra, sobre todo en los escenarios con una ostensible carga de píxeles. Dos casos pueden ser idóneos para retratar lo anterior. En primer lugar, la taberna de Patrick’s, en un pueblito bucólico irlandés, en la que se aprecia claramente la densidad de la paleta de colores, los efectos lumínicos, los nuevos modelados de los personajes y los detalles del fondo, que le dan al escenario una perspectiva mucho más nítida y veraz, más cálida e íntima incluso, esto es, más consistente y menos elemental que la original. En segundo lugar, el museo de Crune, en Francia, donde trabaja André Lobineau, en el que ahora es posible delimitar una serie de elementos que en la obra primera eran inidentificables: el tapiz de una mujer, un león y una especie de unicornio; un tótem con dos cabezas de pájaros y la figura de un pez clavada en su extremo más alto; una vitrina que encierra una colección de monedas de plata, otra con una serie de herramientas de metal deslucidas, otra con cuchillos, pinceles y púas extendidas en semicírculo, otra con fragmentos de cerámica de la era paleolítica; un sarcófago del Antiguo Egipto, con una efigie dorada de mirada seria y adusta; la espalda de un caballero con una armadura de plata que sostiene un escudo de madera; jarrones, urnas, instrumentos de medición astral, insignias y estandartes.
Cada uno de estos cambios se pueden activar apretando un solo botón o una sola tecla, lo cual se agradece y asimismo se convierte en una suerte de obsesión comparativa, a medida que se van sumando a la historia nuevas áreas, países, rincones y postales del mundo. No obstante, en otros momentos, los fondos se sienten demasiado abstractos, el diseño de los ambientes algo genéricos o directamente borrosos, como hechos automáticamente, como si se hubiesen rellenado ciertos huecos tirándoles una mano de pintura del Paint. Es ahí cuando el juego pierde algo del sabor original, del carácter rudimentario y humano al mismo tiempo, de la personalización que tenían aquellos dibujos que mezclaban lo artesanal y las imágenes en 2D, y que eran, para la década del noventa, bastante estilizados y pulcros. Apenas un año después apareció The Curse of Monkey Island y, si bien no opacó la aventura de Revolution en lo que concierne al apartado gráfico, sí sentó las bases para un estilo de dibujo más cartoon y marcó el camino a seguir por un par de años más, al menos hasta el asentamiento como norma del 3D: Grim Fandango, en 1998, todavía combinaba modelos en tres dimensiones con fondos pre-renderizados.
3. Futuro incierto
El resultado global, en esta reluciente entrega de la saga, es una mixtura de sensaciones. Por un lado, bienvenido sea el acceso y la nueva puesta en escena de un clásico de las aventuras gráficas: más allá de que las mecánicas del juego han quedado casi calcadas del original, salvo la interfaz del inventario, y de que el argumento propiamente dicho no se ha modificado o ampliado ni un ápice, lo cual hubiera sido provechoso en tanto que se trata de un supuesto remake. Por el otro, quizá sería más productivo (para la industria y los jugadores) que el señorito inglés Charles Cecil deje de hablar tanto de la magia de los videojuegos en diversos podcasts, abandone un tanto el factor nostalgia de activar viejas glorias de la empresa (como sucedió con el reboot de Beneath a Steel Sky y la mayoría de las versiones que existen del propio Broken Sword) y, en definitiva, se ponga un poco manos a la obra con la creación de una nueva IP, por ejemplo. Todas cuestiones que exceden y que no le interesan, claro está, a las ya de por sí escuetas posibilidades de esta reseña.
Redacción: Enzo Servedía
Puntaje: 7.
Tiempo Gamer agradece a los desarrolladores por la copia cedida del juego.