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Alone in the Dark, Review: la medianía del horror

Los Primigenios existieron, existen y existirán. No en los espacios que conocemos, sino entre ellos. Caminan serenos y primarios, adimensionales e invisibles a nuestros ojos. (…) El viento barbotea con sus voces y la tierra murmura con sus conciencias. Doblegan el bosque y aplastan la ciudad, y sin embargo ningún bosque o ciudad puede ver la mano que golpea.

H. P. Lovecraft, El horror de Dunwich

No sigan esta luz que los corrompe. Los profetas de la confianza siempre se vienen abajo cuando nadie está delante.

Norah Keith, poema

El argumento de Alone in the Dark puede parecer, al menos al comienzo de la aventura, más o menos interesante, aunque a medida que avanza la trama se torna cada vez más confuso y al final termina siendo un pastiche de referencias lovecraftianas que sirven solo de eso: referencias un poco sacadas de contexto, que cumplen, en el mejor de los casos, guiños literarios a medio camino entre una terminología precisa y una utilización finalmente absurda. Un rasgo que lo hace, sin embargo, convocante al inicio, y que al menos lo distancia de la historia que le sirve de fundamento o de punto de partida, son las notorias variaciones y las diferencias sustanciales (no necesariamente benignas) en relación con su homónimo de 1992. Es decir: se trata de una nueva entrega que no constituye apenas un remake o un lavado de cara gráfico al respecto del título primigenio, sino que, antes bien, implica una creación completamente nueva, con algunos ligeros homenajes al juego desarrollado por Infogrames y, sobre todo, engendrado por el señor Frédérick Raynal: quien fuera asimismo diseñador y director de otro imprescindible clásico de la industria, Little Big Adventure.

Ahora bien, la historia, en esta apocada re-imaginación, es la siguiente. Emily Hartwood, interpretada por Jodie Comer, y Edward Carnby, cuya voz encarna David Harbour, llegan a la mansión Derceto: ahora transformada –por la gracia de un médico oportunista tan interesado en las innovaciones medicinales como en las plantaciones de tabaco– en un magno asilo psiquiátrico para la aristocracia de Luisiana. Llegan allí con el objeto de averiguar la misteriosa desaparición del tío de Emily, Jeremy Hartwood, uno de los tantos internados del hospicio. Según Emily, el árbol genealógico de los Hartwood padece de “melancolía degenerativa”, y esta condición deja entrever que tal vez su pariente pudo haber cometido, mal que le pese a la consabida maldición de la familia, un suicidio: hecho que, en efecto, desencadenaba el inicio del argumento de la primera entrega de la saga, escrito por Hubert Chardot. Acá, sin embargo, las cosas son diferentes. Detrás de esa melancolía degenerativa se esconde una intriga que Jeremy desencadenó por voluntad propia o a la que fue sometido por una voluntad insondable, ajena a cualquier tipo de maquinación terrestre. En este sentido, la “maldición” de los Hartwood y su aparente posesión por algún inextricable ente demoníaco se debe (según una monografía hallada en el despacho del Dr. Gray) a una daga con forma de serpiente, que se empleaba para hacer sacrificios rituales llevados a cabo por un tal Ludvig Prinn: “se creía que la daga, antes que envenenar la mente, la controlaba. La posesión implicaba un envenenamiento de la cabeza, no del corazón. La daga serpiente atravesaba el ojo de los poseídos y los dejaba parcialmente ciegos, si tenían la suerte de sobrevivir”.

El bueno de Jeremy, así las cosas, ha engendrado el caos en cada recoveco de la mansión Derceto porque, además de todo el embrollo con el chuchillo místico, tiene la capacidad de moverse libremente entre dos mundos paralelos, utilizando un talismán de una sacerdotisa vudú –una figura típicamente emblemática del escenario de Luisiana de comienzos del siglo XX, quien “se ganaba la vida aliviando a los ricos de sus dolencias y de su exceso de dinero”. El talismán, además, tiene una doble importancia en el entramado de la historia y del gameplay. Por un lado, en uno de los numerosos artículos de periódicos que se van encontrando a medida que se avanza en la trama, se dice de él que fue una suerte de herramienta de navegación antigua –con una piedra solar negra incrustada en un enrevesado mecanismo– y que, cuando fue hallado dentro de uno de los meandros del rio Misisipi, liberó un demonio que asesinó a unos cuantos buscadores de petróleo. Parece, claramente, la herramienta ideal para firmar algún que otro acuerdo con un demiurgo primigenio lovecraftiano. Por otro lado, el talismán supone también una mecánica específica, puesto que ese mismo amuleto servirá para ir completando puzzles y resolviendo varios de los acertijos (no demasiado complejos) que va presentando el juego.

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Como si todo lo que rodea al talismán no fuera lo suficientemente perturbador, Jeremy ha tenido, efectivamente, la excelente idea de engendrar un pacto con una deidad implacable, que recibe el epíteto nada desdeñable de “Hombre Oscuro”, y que conlleva, en el contexto narrativo del juego, una oscuridad que va mucho más allá del escenario de la Gran Depresión norteamericana. Este dark man es, entonces, y fundamentalmente, una referencia indirecta (pero superflua) a Nyarlathotep, uno de los dioses primordiales lucubrados por la mitología de Lovecraft, descendiente directo de Azathoth, quien se confundía con los hombres, adoptaba su apariencia y simulaba tener designios similares a los terrestres, llevando a la vez una máscara cérea y una túnica que lo ocultaba de la visión de aquellos humanos demasiados sagaces, o demasiado locos, según lo prefiera el lector. En el juego, lo único que hace este monstruo fenicio es caminar de un lado para otro, como si fuera una especie de androide destartalado, rodeado de una nube negra inocua, mientras sigue un patrón prefigurado que fácilmente se pude ignorar, caminando sigilosamente o esperando el momento oportuno para salir corriendo.

Un punto sugerente del juego, empero, es su ambientación o su puesta en escena, a la cual debe agregarse la banda sonora y el diseño del sonido, compuestos por Árni Zoëga, que ayudan a propiciar una atmósfera entre noir y jazzera y que, sobre todo, acompañan en los momentos más tranquilos de investigación y lectura. A este respecto, una voz en off en tercera se encarga de relatar instancias específicas de la trama, dándole un aire más “literario”. Se trata de una voz en segundo plano que recuerda mucho a la de Gabriel Knight: Sins of the Fathers: aquella icónica aventura gráfica de Sierra que supo condensar narrativamente el pasado mítico de una Nueva Orleans de la década del treinta, repleta de surrealismo, magia negra, sacrificios rituales y paganismo: todo lo cual acompañado por un argumento sólido y un puñado de personajes entrañables. Ahora bien, en este nuevo Alone in the dark a medio camino entre lo lúgubre y lo soporífero, ese ambiente inquietante quizá pueda percibirse al comienzo de la aventura, cuando uno todavía no está del todo consciente del porvenir narrativo de los acontecimientos. De ahí que algunos elementos del diseño de ese ambiente inicial puedan resultar llamativos y, por eso mismo, incentivar la curiosidad o la detención minuciosa: la proliferación de calles neblinosas; la acumulación de puestos de diarios abandonados; los autos y los camiones que bloquean callejones y calles a las que, claro está, no puede accederse; la multiplicación de casas de dos pisos con balcones atravesados por arbustos y madreselvas imposibles; toda una vegetación silvestre que se abre paso en contra de la voluntad de los trabajadores de las plantaciones, quienes no consideraban el terreno lucrativo con aquella profusa cantidad de plantas emergentes. Por su parte, el interior de la mansión Derceto se encuentra más o menos bien logrado, con cada piso y habitación diseñados merced a una identidad propia, acorde a las personalidades y al historial de los pacientes: animales disecados, cabezas de huesos empotradas en los pasillos, calaveras y estatuillas vudú, máscaras a lo Mardi Gras, envases con ungüentos medicinales autóctonos, dibujos truculentos hechos con crayones y muñequitas turbinas en cochecitos de bebé desvencijados, ejemplares de Weird Tales y Amazing Stories, flores multicolores en jarrones de vidrio podridos, magnetófonos y radios que se apagan y se prenden de improviso, búhos de porcelana, aves petrificadas, un oso pardo embalsamado a un costado del comedor principal, etc. etc. Sobre el particular, la voz en off en tercera persona describe la pieza destinada a Edward en estos términos: “La habitación vacía siempre parecía conocida. Tenía una fragancia tenue de hojas molidas y arena húmeda que, de algún modo, la hacía acogedora para los visitantes. No era real, por supuesto. Pero sí más que muchas otras cosas que uno podía encontrarse”. La misma voz –quizá una antigua y etérea habitante de Luisiana que ocupa un lugar ominoso de la conciencia de Carnby– dice lo siguiente al respecto de la sala de la sacerdotisa: “Había estado allí una vez, tratando de averiguar qué significaba lo de envolver en seda roja nidos de avispas y pelo de caballo. En la mente le relampagueó la imagen de una mujer muerta, con alfileres de sombrero clavados por el cuerpo”.

Pero toda esa ambientación prevista puede fácilmente romperse debido, entre otras varias cuestiones, a los cambios bruscos de tono narrativo. Sirva el siguiente ejemplo a modo de ilustración. Después de un enfrentamiento poco temerario con un Hombre Oscuro antropomórfico y medio gagá, en los pasillos polvorientos de una biblioteca abandonada, conformada por pisos concéntricos y repleta de telarañas y de aparatos astrológicos, el buenito de Edward cruza uno de los tantos umbrales bidimensionales que pululan por toda la mansión y, acto seguido, como quien no quiere la cosa, se pone lo más pancho a tomar una copa de wisky y a fumar un cigarro con Ruth Tallant en el bar de la residencia. (Ruth Tallant es, junto con varios de los demás NPCs, otro de los tantos personajes desperdiciados de la historia: una niña mimada, frívola y ninfómana, proveniente de una familia adinerada de Nueva Orleans, cuyos padres decidieron internarla en Derceto para que no continuara mancillando la reputación del apellido con su libertinaje desencajado). Emily Hartwood, vale la consignación, tampoco se erige como la excepción a la regla en cuanto a comportamientos absolutamente incomprensibles: la pequeña Grace, sin ir más lejos, la apuñala por la espalda con una jeringa y Emily solo atina a darle un empujoncito y a irse caminando lo más tranquila, sin preguntarse en ningún momento por el contenido posiblemente infeccioso de la misteriosa jeringuita. 

Ahora bien, el apartado en el que hace agua el proyecto desarrollado por Pieces Interactive, es el que concierne al concepto de survival horror. En este juego, no hay ni supervivencia ni horror. Falla, por citar solo un caso, en suscitar la sensación de indefensión que puede atravesar eventualmente un personaje en un título del citado género: ya sea porque se encuentra con rivales que lo superan en nivel o en número, porque se le cruzan en el aciago camino entidades lovecraftianas a las que no puede derrotar por su simple y mísera condición de ser humano, o, por otra parte, porque el propio jugador no supo administrar mesuradamente sus recursos. (Dos juegos que, en cambio, sí logran generar esa inquietante y obsesiva expectación de peligro, y que de hecho lo llevan a un nivel de inquietud exasperante, son Signalis y, sobre todo, aquella insoslayable joyita de culto desarrollada y editada por Acid Wizard Studio: Darkwood). En Alone in the Dark, sin embargo, la conservación de la vida, incluso en dificultad hardcore, nunca está del todo puesta en tela de juicio, ya que, por ejemplo, las diversas instancias del juego presentan una dinámica de regeneración de recursos (véanse municiones y/o bebidas) que aparecen una y otra vez en el escenario, de acuerdo a la escasez que disponga, en un momento determinado, el jugador detrás del mando. Otro aspecto que disminuye ese plausible efecto de amenaza es el hecho de que el juego dispone de un guardado automático que se activa, casi literalmente, con cada paso que el protagonista da: ya sea porque abre una puerta otrora bloqueada gracias al hallazgo de una llave, porque se agacha y se abre camino entre paredes rotas o tablones caídos, o porque hace, como es habitual, backtracking. Y todo esto es, en definitiva, lo que poco a poco va rompiendo la tensión que podría generar una entrega inscripta en el survival horror: la sensación de estar casi constantemente a merced de cualquier tipo de peligro, que, precisamente, debería elevarse unilateralmente como un elemento superior a las necesidades del protagonista, esto es, a las necesidades imperantes e inmediatas del jugador. En resumidas cuentas, el combate propiamente dicho se siente algo rudimentario, con físicas de disparo genéricas y, por tal motivo, con una sensación final de impacto no demasiado grata, tanto en el enfrentamiento a distancia como en el cuerpo a cuerpo. Por lo tanto, si esta última entrega de la saga se aborda, al menos a priori, como si fuera uno de los primeros Resident Evil, la experiencia posiblemente no sea tan grata. Pero si, en cambio, se encara el papel de Edward o de Emily, cualquiera sea el caso, pensando en títulos como Sherlock Holmes: The Awakened o The Sinking City, es decir, juegos centrados en una experiencia narrativa medianamente compleja, tamizada con puzzles más o menos desafiantes y con algún que otro eventual momento de combate placentero, entonces habrá más chances (aunque no muchas) de salir de la historia con una media sonrisa de entretenimiento en los labios. Hay que decir, sin embargo, que la mayoría de los puzzles en Alone in the Dark no suponen, en ningún caso, reales desafíos: se sienten antes bien repetitivos, maquinales, algo absurdos y, lo que resulta aún más contraproducente, harto evidentes. Salvo, quizá, uno de ellos: el que concierne a la interpretación de los signos zodiacales, y que requiere el ordenamiento específico de unos cuadros colgados en una pared, la anotación mental de unos nombres de izquierda a derecha, la atención a un árbol genealógico y la lectura de un documento del diario de Elisabeth Perosi, otra paciente de la mansión Derceto, quien afirmaba haber sido miembro de una colonia de artistas Astarté, desaparecida desde hace más de veinte años en Nueva Orleans.  

Otro punto flaco del juego, por último, tiene que ver con la selección de los personajes. El hecho de poder elegir a uno por encima del otro no implica en absoluto que constituyan dos campañas separadas y únicas, independientes y canónicas. Por el contrario, el recorrido de ambos –con excepción de algunos segmentos del capítulo cuatro, en el que se ahonda un poco sobre la procedencia o el pasado de cada uno de los protagonistas– es prácticamente el mismo, esto es: repetición de zonas y encuentros calcados con otros personajes en el devenir de la trama, diálogos que varían en apenas dos o tres parlamentos, puzzles cuasi idénticos y un sistema de combate esquemático y tosco, carente de la posibilidad de crafteo o de manejo de recursos.

Así las cosas, algunas de las preguntas que se desprenden luego del estreno de esta última entrega son, entre otras, las siguientes. ¿No hubiera sido más provechoso invertir dinero en el desarrollo del juego per se, en lugar de haberlo hecho en la contratación de dos actores de renombre, quienes, además, no aportan un encanto superlativo ni una interpretación significativa a una historia ya de por sí un tanto confusa? ¿Qué dice esta inclinación por la mercadotecnia y la necesidad de una campaña de publicidad promisoria sobre la industria intrínseca de los videojuegos, incluso de aquellos títulos que se inscriben dentro de la categoría doble A? ¿De qué sirven un par de menciones esporádicas al libro prohibido del Necronomicón o a la entidad Shub-Niggurath, si tales intromisiones literarias no se incorporan a la lógica narrativa y emocional de la historia, si no se sienten parte integral de la misma, si no dejan de ser meras intromisiones o lecturas de documentos olvidados y se convierten, por el contrario, en algo parecido a la esencia de una experiencia, si no traducen esa supuesta esencia a la dinámica y al lenguaje de la jugabilidad? Porque Alone in the Dark tiene ciertamente muchas y variadas ideas, ostenta una suerte de carisma incipiente, pero ahí se queda, en el plano de una medianía que podría haber explotado más y mejor, si acaso hubiera prestado atención a sus propias cualidades inexploradas y al propio legado del inicio de la saga.

Redacción: Servedía, Enzo

Nota: 6, regular

Abril del 2024

Más info: https://aloneinthedark.thqnordic.com/

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