Aventura Reseñas Videojuegos

Nobody Wants to Die. Review: el ostracismo como precio de la inmortalidad

For years and years I roamed

I gazed a gazeless stare

At all the millions here

I must have died alone

A long, long time ago.

Nirvana, The Man Who Sold The World

Welcome a new day with a bright smile: narcissmile.

Demer, Times Square

Nobody Wants to Die nos pone en la piel de James Karra: detective apático y apasionado en tiempos iguales, aparentemente amante incondicional del film noir y trabajador (infructuoso y malparado) del “Departamento de Mortalidad”: una suerte de subdivisión de la policía de Manhattan (dependiente de un Estado volátil y repleto de figuras sombrías y corruptas) que investiga el mundo truculento de los asesinatos y los crímenes del distrito y alrededores. La afirmación del punto de vista tiene, asimismo, un doble sentido. Por un lado, se trata de una narrativa pensada y desarrollada en primera persona, con lo cual el punto de vista de las mecánicas se presenta como específicamente subjetivo. En este sentido, si bien todos y cada uno de los demás personajes (todos ellos NPCs) ejecutan efectivamente sus parlamentos, esos diálogos pasarán, una y otra vez, bajo la lupa escrutadora, irónica y mordaz de James Karra, quien generalmente desacredita o desestima cualquier juicio de valor que no sean los suyos propios: situación que, paradójicamente, lo ha mantenido “con vida” hasta el momento inicial de la trama. Por otro lado, la decisión de someterse a la visión de un único personaje ostenta además un fundamento intra-argumental: al comenzar a “manejar” los movimientos de James, su cuerpo ya se encuentra incorporado en un cuarto recipiente, en el interior de una nueva “carcasa”, gracias a un contrato de préstamo corporal dictaminado por un organismo (tan intangible como fácilmente corruptible por el dinero) llamado “Centro de Transición de Consciencias”.

Sucede que, en esta ópera prima imaginada por Critical Hit Games –que, en este específico apartado, no deja de caer en las recurrentes convenciones de la ciencia ficción– la muerte es solo un sueño maldito del pasado, una pesadilla lúcida e igualmente seductora, una especie de condena biológica que los seres humanos han olvidado y dejado atrás como se ignora o se olvida una cicatriz mal cauterizada en la piel, en la memoria, en el corazón. Pero el problema (la herida esencial e irreversible sigue estando ahí, aunque no lo parezca) no es la muerte per se, sino la posibilidad o no de acceder a nuevos y relucientes cuerpos. Nada nuevo bajo el sol. Por eso, y de acuerdo a las vicisitudes que deja entrever la historia, apenas un sector de la aristocracia de Estados Unidos –entre la que se destaca un filántropo bigotudo que es, antes bien, el dueño de un hospital para niños donde se intercambian y se incuban cuerpos y conciencias impolutas– puede permitirse el lujo de costearse “recipientes” decentes y jóvenes en detrimento de los enfermos y los viejos: remanentes que, claro está, proliferan en el barro contaminado, en la podredumbre eléctrica de una clase baja que vive sus días bajo una lluvia verdinegra, alrededor de la cabeza de la estatua de la libertad, tirada entre los escombros y el alumbrado público de una Nueva York desangelada, brumosa, inhóspita. Todo este escenario post-apocalíptico supone, precisamente, uno de los varios tropos narrativos que el presente título no puede descartar, refutar o reconfigurar.

El mundo de Nobody Wants to Die es un poco el mundo de siempre: ese universo retro-futurista (con algún que otro toque art decó) plagado de la arquetípica metrópolis asfixiante, de la lluvia constante y lacerante (la contaminación atmosférica es moneda corriente y la lluvia literalmente ácida), de los interminables carteles de neón que inundan los rascacielos con avisos publicitarios (la promesa de la vida lisérgica en la isla de todos los sueños), de los caracteres orientales intermitentes, en lenguas acaso inexpugnables para el habitante medio, para la masa idiota, para el paseante casual o el vagabundo atemporal que ignora la bruma o acepta sus consecuencias contraproducentes, porque no le queda otra, porque esa forma de vida es la que hay y listo. De manera paralela, una serie de noticias randoms pintan el conocido ambiente: en Central Park se lleva a cabo una exhibición de tesoros que “conmemoran el patrimonio del Viejo Continente”; hay un debate en el Congreso por la aprobación o el veto de un proyecto de ley que reduce la edad límite de la suscripción corporal gratuita de 21 a 20 años; en la televisión se repite el escándalo de una celebridad que no se “siente ella misma” en su nuevo cuerpito; hay contaminación atmosférica, tormentas eléctricas, el sol ha dejado de existir o está eternamente escondido detrás de una niebla perenne, oculto por los edificios inaccesibles de un sector industrializado de Manhattan.

¿Es plausible, teniendo en cuenta lo anterior, el surgimiento de un mundo ficcional sci-fi exento del eterno común denominador que posibilita o mantiene latente, en el inconsciente colectivo literario o en la cultura popular reciente, esa “atmósfera”, esa recurrencia escenográfica, esa puesta en escena? ¿Es factible la creación de una distopía futurista o cyberpunk en la que no haya cráteres entre casas destartaladas de chapa y madera, y barriles hundidos en el barro de las calles, y una lluvia sempiterna, y conductos de desagüe agujereados que atraviesan los caminos anegados por el agua y la mugre, y multitud de bares ruinosos que resaltan (con sus carteles de neón blanquecinos, púrpuras e intermitentes) la ya de por sí escasa luminiscencia de la isla de la libertad? ¿Es posible la emergencia de un mundo filosófico y cínico en partes iguales sin caer por eso en las consabidas “influencias” de Blade Runner y Philip Dick, de Solaris y Stanisław Lem, de Roger Zelazny, Asimov, Clarke y la dichosa compañía de siempre?  

Tomando justamente como “punto de partida” o “premisa” algunos de aquellos cimientos, Critical Hit construye no obstante su narrativa. Y, así las cosas, en ese panorama desigual que plantea por antonomasia una versión del capitalismo más feroz, tan proclamado a los cuatro vientos por dos o tres magnates de la citada icorita como detestado al mismo tiempo por James Karra, el congreso de los Estados Unidos declara oficialmente, el 18 de Julio de 2137, el Estatuto de la Inmortalidad, tal como se lee en uno de los numerosos periódicos del departamento de James, a saber: “Sostenemos como evidentes en sí mismas estas verdades: que todas las personas son creadas iguales; que están dotadas de ciertos derechos inalienables; que, entre estos derechos, están la inmortalidad, la libertad y la búsqueda de la felicidad, y que, para garantizar estos derechos, hay una condición indispensable que es el acceso universal e igualitario a la icorita”. Cosa que, evidentemente, no sucede en ningún estrato de la sociedad norteamericana. Y Karra sabe muy bien todo lo anterior puesto que él mismo está metido, hasta la coronilla y sin quererlo ni por un minuto, justo en mitad del embrollo. Por ejemplo, ante la vista deslumbrante que se proyecta detrás de un ventanal enorme, en la cúspide de un rascacielos en donde se comete el crimen de un filántropo que da pie a la investigación criminal, Karra no puede evitar que salga de sus entrañas la siguiente frase, obsesionado por toda aquella opulencia estólida de la aristocracia de la Quinta Avenida, en la que un magante se empecina en celebrar bacanales sádicas y en recolectar rastros de un mundo anterior al milagro de la icorita –partes del motor de un auto, una bicicleta, una ginebra real y no meramente sintética: “Aunque todos somos inmortales”, dice, “solo algunos viven como dioses”.

Mientras tanto, el propio James Karra, prototipo disfuncional del anti-héroe del cine negro, tiene por delante, al menos a primera vista, tres problemitas fundamentales.

Primero, el temita de no poder “sincronizar” con su nuevo cuerpo, que es, según parece sugerir la trama, el cuerpo de un otrora drogadicto que le deja al samaritano de turno, como si la adicción a los fármacos variopintos no fuera suficiente, una serie de consecuencias adversas: desmayos involuntarios, intolerancia a la lactosa, escoliosis, alergia a los carbohidratos, hipertensión, etc. El hecho de no poder adecuarse a su nueva carcasa (que no implica una complejidad privativa del protagonista) se extiende todo alrededor del contexto de Norteamérica como un cáncer aparentemente incurable y, además, deja relucir otro temita abordado por la historia: el problemita de la identidad humana. En el copete del artículo de un periódico, hallado convenientemente en una mesada del departamento de James, se lee lo que sigue a continuación: “Los catedráticos R. Prafit y D. Sinburne debaten sobre si el trasplante de la icorita garantiza o no la identidad de una persona. La icorita que reconstruye una organización funcional específica para el funcionamiento de cada individuo en un nuevo cuerpo solo recrea la identidad en la medida que el nuevo entorno biológico lo permite. Ese es el motivo por el que la sincronización resulta tan complicada para algunas personas”. Las icoritas, cuando no están incluidas o perfectamente sincronizadas adentro del cuerpo de rigor, permanecen en un “Banco de Memorias”, almacenadas en grandes estructuras metálicas manejadas por enjambres de máquinas independientes, situación que, sin embargo, no puede ocultar la hipótesis de que tal vez las propias icoritas (aun en ese estado de congelación momentánea, de hibernación esporádica) mantengan una suerte de vida incipiente, de actividad incierta, de movimiento impredecible: “¿Significa esto que incluso las icoritas descorporizadas sienten? ¿O piensan? ¿O pueden soñar?” Ante la evidencia de todas y cada una de dichas circunstancias estrafalarias, James Karra se presenta como un ejemplo paradigmático y consecuente: de pronto desconoce algunos aspectos de su personalidad, no sabe las circunstancias precisas de un accidente de tren que lo tuvo involucrado a él y a su compañero de policía, y, por encima de todo eso, cual reacción evidente del cuerpo en el que “reencarnó”, se la pasa fumando en el balcón de su departamento, sentado en un andamio, debajo de un letrero rojizo e incandescente, despotricando contra la paranoia incesante de la metrópoli: ese “ruido infernal” que marca el pulso de una ciudad que se “expande hacia todas las direcciones” y en donde solo es cuestión de tiempo que se “devore a sí misma”. En mitad de todo ese discurso sumamente esperanzador, el optimista de James concluye: “Un cigarro encendido sobre una herida que nunca sana. Ese soy yo”.

Segundo, el tema de saber qué sucedió con Rachel, quizá esposa en un tiempo olvidado y quien, de cuando en cuando, se le parece a James en la forma de alucinaciones o representaciones fantasmáticas provocadas por el exceso o la falta de ambrosia: una especie de elixir, que es en realidad un mero jarabe o eventualmente un frasco de pastillas, y que debe ir tomándose para completar el proceso de sincronización y no “morir” en el intento. El personaje de Karra, que no deja de ser un cliché sacado de alguna novelita de Chandler o de alguna película de Humphrey Bogart, tiene el habitual sentido del humor sardónico de aquellos arquetipos del policial hardboiled: un tono del habla desaprensivo, algo como pseudo gutural en las profundidades de la garganta, una inflexión indiferente en la voz que deja traslucir, en instantes muy fugaces, el sentimiento de entrega hacia la desaparecida Rachel: una figura enigmática y elusiva de todo el argumento, esto es, el sueño lívido y deslumbrante de una mujer en la costa de una isla paradisíaca a la que James nunca puede llegar. Antes de eso, se ahoga, como él mismo dice, en la pestilencia de la ciudad: “Ads for the brave new world, so inmersive you could drown…”.

Tercero: la resolución del asesinato del filántropo Edward Green. A nuestro protagonista le asignan esta escabrosa investigación, y además lo obligan a formar equipo con Sara Kai: una especie de soporte técnico a larga distancia que dispone el Departamento y cuya función es, evidentemente, controlar desde adentro todos los movimientos del heterodoxo, ecléctico e impredecible Karra. Este contrapunto entre ambos personajes (ella es metódica, sumamente racional y paciente y James es por supuesto lo contrario) resulta, a la larga, un rasgo fuerte de la trama, que deja ver el necesario humor negro entre tanto cadáver putrefacto, tanta capa gruesa de piel y hueso carbonizado, tanto sadismo descontrolado. En mitad de esa iniciática escena del crimen, entonces, en el último piso de un magno edificio de la Quinta Avenida, aparece el cuerpo colgado del famoso y acaso pedófilo Edward Green. Parece que, entre otros elegantes pormenores, Green ha muerto definitivamente, debido a un aparente trasplante de icorita fallido: lo cual no explica la razón de porqué todo está prendido fuego y él está colgado de las ramas de un árbol sintético. Al tiempo que deambula entre evidencias y reconstruye, mediante un aparatito incrustado en su brazo, cada una de las instancias del crimen, moviendo el tiempo hacia adelante y hacia atrás, recolectando pistas y haciendo deducciones, James encuentra una cita de las Meditaciones de Marco Aurelio, a saber: “La incapacidad de observar lo que pasa por la mente de otra persona rara vez hace que un hombre sea infeliz, pero aquellos que no observan los movimientos de su propia mente, no pueden sino ser infelices”. Este posicionamiento estoico de la existencia humana, esta versión del estoicismo más crudo y elemental se proyecta, en el contexto global del argumento, como una antítesis de aquello que condensa el personaje de Karra, puesto que dicho personaje se postula como un adversario paradójicamente incólume de ese estoicismo, por considerarlo, precisamente, un nihilismo vacuo y carente de contenido. A este respecto, vale decir que Karra no lo detesta porque pertenezca a una determinada plataforma política, adosada a una determinada ideología, sino, por el contrario, porque él mismo, en tanto ciudadano grisáceo y/o detective irreverente, es un sujeto despojado del ejercicio de la política, es apenas un bicho de ciudad confundido y perdido entre una multitud sin nombre y, por eso mismo, incapaz de modificar la realidad que lo rodea. “Aunque todos somos inmortales, solo algunos viven como dioses”. Y esos que viven como dioses, ese porcentaje mínimo e infinitamente escuálido de la población norteamericana, es el que toma las decisiones verdaderamente importantes para el devenir de la sociedad, el que crea la suficiente tensión social para que el vulgo (mientras lo relevante sucede en otros lugares) se mantenga anestesiado con sus propios menesteres: sobrevivir en una ciudad que atenta, a cada paso y a cada pensamiento, contra una mínima existencia digna. James, como todo buen robotito domesticado, vive justo en mitad de ese caos: por encima de la clase baja de los suburbios de Manhattan y por debajo de los rascacielos portentosos, inalcanzables para los meros “mortales”. El poder, en el marco narrativo del juego, implica unilateralmente patrimonio económico, y la única manera de erigirse en contraposición de ese poder es detentando y acumulando bienes personales, los cuales, en el entramado argumental, suponen el manejo absoluto de los cuerpos y el monopolio de la dichosa icorita. De ahí que Green tenga una máquina ilegal de transferencia de conciencias en una habitación secreta, y de ahí también que sea uno de los dueños de un supuesto orfanato para niños, que es, mejor dicho, una granja donde se cultivan carcasas y conciencias para uso exclusivo de sus allegados y de otras calañas similares: una senadora belicosa, un gobernador lascivo, un multimillonario de los medios, una periodista inescrupulosa dueña de un periódico amarillista, dos o tres delincuentes con ínfulas de Al Capone, etc. etc. ¿Quién, de todos ellos, es el hombre que “vendió” al mundo? ¿Es uno solo, o son varios? ¿Y los que se dejaron comprar, y se murieron, y se resignaron, en lugar de haber actuado con ferocidad, de haber tomado las riendas del asunto por mano propia o mano colectiva o por la mano que fuera? ¿No son ellos también, esos hombres invisibles y mediocres, de alguna manera responsables de ese mundo quebrado que otros les vendieron sin ningún tipo de prurito o de vacilación moral?

Si bien el inicio de la historia puede resultar, en efecto, más o menos sugerente, todo ese ambiente se viene un poco abajo por la dificultad del juego: prácticamente nula. En todo momento se le dice al jugador lo que tiene que hacer. Use la lámpara de rayos ultravioleta en ese mueble. Utilice los rayos x para averiguar el paradero de ese cableado y encontrar así el generador de energía. Siga el rastro de la sangre valiéndose de este instrumento. Continúe adelantando o retrocediendo el tiempo hasta llegar al momento exacto en el que le rozan la oreja de un balazo a ese cliente desafortunado o le revientan el cerebro a ese otro, mucho más desafortunado que el primero. Si James demora más de tres segundos en efectuar el movimiento, Sara lo conmina al oído para que deje de dar vueltas como un idiota y le indica exactamente el pasito a seguir. Y esto es ciertamente una lástima, aunque podría entenderse, a priori, de dos maneras: por la positiva y por la negativa. Lo negativo, como se dijo, tiene que ver con esa neurosis del mercado de crear experiencias narrativas o productos condescendientes (siempre productos, siempre condescendientes) que no supongan un ostensible y real desafío para los jugadores. Lo destacado, en este caso particular, es que, por tratarse justamente de una “experiencia cinematográfica”, todos y cada uno de esos momentos de investigación o deducción de pistas, dura lo suficientemente poco como para seguir adelante con el argumento. Lo cual, claro está, hace que el “avance narrativo” se mantenga medianamente fluido.

Por último, del apartado gráfico no puede decirse mucho que no se vislumbre a simple vista: la anhelada cualidad foto-realista de los ambientes y escenarios (aunque no así de los rostros) es sencillamente increíble, y ha alcanzado altas cuotas de objetividad por el detalle, por la multiplicidad de pixeles reflejados en un solo cuadro o fotograma. Sería superfluo, por tanto, ponerse a discutir sobre las potencialidades (aun no del todo aprovechadas) del motor Unreal Engine. Pero, a veces, se puede mostrar menos y sugerir más, es decir, dejar que la imaginación del espectador vuele sin darle todo servido de antemano en bandeja, y que él mismo sea el encargado de rellenar los huecos que va dejando la trama, de reponer el peligro a través de la intuición, de someterse a la incertidumbre de la curiosidad y la exploración aleatoria. Tal es el caso, para tomar un ejemplo extremo que sirva a la ocasión, de aquella joyita absoluta del horror católico, publicada en 2017 por New Blood Interactive, llamada Faith: The Unholy Trinity: un juego en 8-bits desarrollado por una sola persona, que cuenta la historia de un sacerdote apátrida y carente de fe, de un culto místico y de un par de posesiones satánicas bien turbias y complejas. Todo ello, salvo algunas maravillosas secuencias cinemáticas hechas con animaciones en rotoscopia, pensado y elaborado en esa estética retro que da pie, según sea la sensibilidad subjetiva de cada individuo, a un posible sentimiento de inquietud e incomodidad.

Resumiendo, Nobody Wants to Die no es un mal juego, de hecho, es bastante pasable, pero, aun así, sigue siendo una propuesta de nicho para aquellos acérrimos de la ciencia ficción. La buena noticia, si es que tamaña noticia le puede importar a alguien, es que quizá este primer pasito en la industria le permita a Critical Hit sacarse de encima el lastre de los clichés, el peso de los lugares comunes y dar el paso siguiente, con un título acaso más personal, más arriesgado en términos de jugabilidad, más liberado de ciertas convenciones narrativas, y más alejado, en definitiva, del ABC impertérrito que deja tras de sí, como una ley que debe cumplirse a rajatabla, el género que ya todos conocen como la palma de su mano.

Redacción: Enzo Servedía

Puntaje: 7, bueno.

Tiempo Gamer agradece a los desarrolladores por la copia cedida del juego.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *