Y Jesús les dijo: «Porque tienen poca fe. Yo les digo que, si tuvieran fe como un granito de mostaza, le dirían a este cerro: quítate de ahí y ponte más allá, y el cerro obedecería: nada les sería imposible».
Mateo, 17:20
I’m a liar. A hypocrite. I’m afraid of everything. I don’t ever tell the truth. I don’t have the courage. When I see a woman, I blush and look away. I want her; but I don’t take her, for God, and that makes me proud. And then my pride ruins Magdalene. I don’t steal. I don’t fight. I don’t kill. Not because I don’t want to, but because I’m afraid. I want to rebel against you, against everything… against God. But, I’m afraid… You want to know who my Mother and Father are? You want to know who my God is? Fear. You look inside me and that’s all you’ll find.
The Last Temptation of Christ (Martin Scorsese, 1988)
Indika es una monjita poco convencional: desconfía de la religión concebida como una institución regulada y controlada por agentes que nada tienen que ver con la noción de lo espiritual; se cuestiona la idea del libre albedrío y la prodigiosa y magnánima voluntad de Dios; de vez cuando le gusta fumarse un cigarro; la obsesiona el deseo por el cuerpo de los hombres y, entre otras desviaciones morales, le metió los cuernos a su prometido con un vagabundo, desacreditando así la sagrada comunión del matrimonio y haciendo que su padre, Pavel Sergeyevich, le pegara un escopetazo y partiera literalmente en dos mitades al segundo en discordia. Tal vez por todo lo anterior a Indika le pintó meterse en un convento y emprender el viaje hacia la iluminación y la sobriedad monacal. Cosa que, teniendo en cuenta el marco narrativo general, constituye un liso y llano contrasentido o, más precisamente, una paradoja: la paradoja que platea la posibilidad de la fe y la creencia en un poder superior, cualquiera sea la forma que adopte ese poder superior.
Porque, una y otra vez, a cada momento de una decisión importante (ayudar o no a una joven a punto de ser golpeada o violada, proteger o no a un prófugo de la ley) o incluso haciendo la tarea aparentemente más inútil e inofensiva del mundo (sacar agua de un pozo, llenar un balde y repetir la acción tres o cuatro veces) a Indika se le aparece, persistente y tenaz, una voz interna en su cabecita, la cual constata que la acólita en ciernes no es, efectivamente, muy afín a los preceptos religiosos y al modus vivendi del monasterio Belovodsky. En ese convento –ubicado en una Rusia desfigurada y casi despoblada del silgo XIX, aislado entre caminos de nieve que parecen más bien trincheras y que denotan el vestigio de una guerra pasada, entre casas y cabañas abandonadas, en mitad de una vegetación emergente que devora los hogares y las iglesias, entre postes de luz quebrados y palmeras o pinos que sostienen acá y allá la civilización, entre corrientes de un río en parte congelado y montañas que la vista no logra abarcar– Indika lleva (más allá de la circunstancia habitual del encierro y la monotonía) una existencia bastante solitaria. No habla con casi nadie, salvo consigo misma. Está peleada con otras monjas, quienes la ignoran o directamente la desprecian obligándola a ejecutar las tareas más soporíferas y, sobre todo, está enemistada con la propia abadesa, la misteriosa Varvara, quien le encomienda la tarea de llevarle una carta al Padre Herman, en el monasterio Danilov. En esa carta, que ella tiene terminantemente prohibido leer, está escrito su expulsión y su destierro.
Ahora bien, las causas de ese castigo inapelable podrían ser varias. La idea misma del convento (de cualquier convento) y toda la liturgia en derredor (más todo lo que esa reglamentación implica y exige) son cuestiones que no le caen muy bien a la protagonista. Según deja entrever la citada vocecita interior, Indika detesta la clásica y consabida existencia monasterial: las oraciones interminables que, de repetirse tanto, pierden su significado original; las velas humeantes y los sahumerios fétidos; la comida escueta y las patatas podridas; el temor a Dios; la humildad y el perdón; la represión de los sentimientos; el problema de la rectitud real y las tentaciones de lo estrictamente carnal; el gesto inmemorial de santiguarse antes de entrar al templo y antes de salir; el hábito de rezar como antesala ineludible del sueño; el coro deprimente de las hermanas; el repiqueteo de las campanas; el trabajo inútil como base del desarrollo espiritual; los estudios de los exégetas; el interés (obligatorio pero fingido) por la vida de los santos.
Como si todo esto no fuera suficiente, Indika además se debate entre la racionalidad más práctica y elemental y sus propias, no del todo declaradas convicciones esotéricas. Esas dos facetas antagónicas de su personalidad están todo el tiempo peleándose, buscando un intersticio por el cual encontrar una respuesta que nunca viene ni, por cierto, nunca vendrá. Por ejemplo, por un lado, sostiene con una seguridad fría e imperturbable que los animales “no sienten lo profano”, sino que, antes bien, simplemente se alegran de verla porque la reconocen, y sabe describir y manipular perfectamente una máquina hidráulica de vapor, que sirve como presión central de una caldera que, asimismo, da vida al monasterio. Pero, por otra parte, como una suerte de residuo alienante de experimentar el contexto de una vida ascética habiendo tenido antes una más o menos ordinaria (de niña trabajó en la bicicletería de su padre, ansiaba por igual el casamiento y el adulterio, tal vez fantaseaba su futuro bajo la forma de una familia disfuncional y el tedio de la consecución del negocio familiar, etc.), le teme al pecado de leer una carta supuestamente ajena, puesto que dicha acción constituiría un pecado aun mayor que el de no entregarla en absoluto, o se cuestiona, en otros términos, al respecto de si puede existir el amor (el amor en tanto manifestación de la existencia del alma o representación simbólica del espíritu) sin la intervención concreta y empírica de los cuerpos, de la memoria, de los recuerdos.
Quizá una sola escena baste para condensar esas dos miradas enfrentadas. Cuando Illya –un prisionero que escapó de un accidente de tren y que luego se convierte en el compañero de viaje de Indika– empieza a presentar síntomas de gangrena en uno de sus brazos, la joven monja no deja de preguntarse si Dios puede obrar la curación y ejercer un milagro a través del rezo y la devoción hacia una reliquia sagrada, o si, en cambio, es necesario cuanto antes amputar el brazo de raíz puesto que, tarde o temprano, el hombre podría morir como producto de una septicemia. Ella, finalmente, opta por la elección racional y, aprovechando que Illya se desvanece por el dolor, le rebana la extremidad en cuestión valiéndose de la sierra automática de una máquina. El brazo cortado queda finalmente colgando, como si fuese el bracito de un títere de madera podrida, de una mochila que lleva Illya en la espalda, y este destino particular que ha sufrido su cuerpito le parece desplazado de los “planes de Dios”. De ahí que tal situación herética produzca el enojo del creyente y luego convaleciente consumado, quien emprende un camino solitario hacia la Iglesia de Juan Damasceno, en Spasov, en donde yace precisamente el artefacto conocido como Kudet: “El único remedio racional para la infertilidad, la falta de sobriedad, la infidelidad y otros problemas físicos y aflicciones del alma”. También allí, con todos sus demonios a cuestas, se dirige la propia Indika.
El argumento del juego es, a grandes rasgos, el descripto. El inconveniente del título desarrollado por Odd Meter (además de su jugabilidad y sus mecánicas un tanto esquemáticas) es que se plantea preguntas trascendentales y pretende explorarlas en dos horas y media, tres horitas, como máximo. Las preguntitas fundamentales son las de siempre, lo cual no quiere decir que no sean interesantes por repetitivas y constantes, por exploradas una y otra vez en términos culturales, filosóficos, ontológicos, lo que fuera. De hecho, esa es precisamente la razón de que constituyan cuestionamientos relevantes: su indiscernibilidad, su extrañeza, su imposibilidad. Y, por decantación, un elemento que atraviesa todas esas preguntas es el concepto del miedo. No se trata, dentro del contexto narrativo presentado, de que Indika no tenga temor alguno ante las distintas situaciones que se le presentan, sino que, a diferencia de sus hermanas, hace igual las cosas con miedo: a veces, incluso con la fuerza del rosario sostenido en las manos, visiblemente aterrada. Los ejemplos, a este respecto, son varios. 1. Ayuda a un tipo que se escapa de la cárcel en un tren, más tarde se acuesta con él y, por último, le termina cercenando el brazo podrido valiéndose de un diagnóstico sumamente razonable y entendible, aunque dicho accionar estuviese “en contra de los designios de Dios”. 2. Cuando se encuentra ante la circunstancia de socorrer a una joven a punto de ser golpeada y/o violada, su decisión final se debate entre dos sentimientos o voluntades contradictorias: si ayudarla simplemente por “amor al prójimo” o ayudarla y sentirse en consecuencia “como una heroína”, cosa que finalmente hace, porque, como ella misma le dice a su vocecita interior, “calcular las posibilidades, en un momento así, sería una cobardía” –esa incertidumbre moral volverá transfigurada, casi al final de la aventura, en una suerte de brutal karma religioso. 3. A riesgo de ser criticada y sometida al juicio de las demás compañeritas y de la propia abadesa, no deja nunca de cuestionar, con diversos grados de encono y perspicacia, la idea de la ascensión celestial, la vergüenza ante Dios, la jactancia de la castidad y, entre otras variantes, toda aquella iconografía religiosa de los santos, tales como San Cristóbal de Licia, San Jacobo o la Santa Parasqueva de los Balcanes, cuyo sacrificio y condición de mártires a menudo no comprende y, fundamentalmente, no comparte como condición indispensable para llevar una vida digna en esa Rusia azotada por una guerra invisible, esto es, una Rusia despótica y al borde del colapso social. A Indika, entonces, el miedo no la paraliza. Al contrario: la moviliza, la subleva, la atormenta. Y esto implica que sus vocecitas internas (comandadas por el sarcasmo de una voz masculina en off) se hagan preguntas. Esa es, al mismo tiempo, su virtud y su cruz: hacer preguntas que otras no se atreven a formular ni siquiera en sus pensamientos.
Pero acaso el problema central del juego es, como se dijo, su duración. Cuando el argumento parece que está arrancando y se vislumbra, nítida y concisa, la imagen en un espejo de una criatura que bien podría ser la personificación de un demonio, el reverso de una duplicidad o la constatación de una alucinación, o cuando, en otra escena lisérgica y onírica que simula una especie de sueño lúcido de hemoglobina, Indika empieza a discutir, por enésima vez, no ya con su voz interior sino con la forma corpórea de una criatura esquelética: allí, cuando se empieza intuir el meollo de la cuestión, arrancan los créditos finales y con ellos el ejemplo perfecto de cómo debe generarse un anti-clímax. Esa duración exigua tiene como posible resultado que ciertas preguntas que el título sugiere queden en la superficie de su planteamiento, y no se les permita, por tanto, una exploración aunque más no sea un tanto más profunda. Claro está que un contra-argumento a esta hipótesis sería, sin ir más lejos, uno de los proverbios de los que el juego se jacta y, de alguna manera, replica: en muchas palabras no falta pecado. De ahí que su narrativa constituya, en ese particular sentido, un punto decididamente sobresaliente y provocador, al que debe sumársele otro aspecto no menos relevante: su evidente y sardónico sentido del humor.
Sin embargo, el pecado que de hecho sí comete Indika tiene que ver con sus mecánicas, escasamente aprovechadas o desarrolladas, y su dificultad, prácticamente nula. El segundo título de Odd Meter parece una mezcla un poco confusa de aventura en tercera persona, plataformero en 2D o pseudo aventura gráfica con algún que otro puzzle no demasiado complejo. Esa heterogeneidad de componentes (de la cual los desarrolladores, no sin humor, se vanaglorian) no garantiza una unidad coherente, ni una jugabilidad sugerente o desafiante a lo largo y a lo ancho de la experiencia. Parece eso, esto: una mezcla de estilos y de estéticas que nunca termina de enganchar, que no termina de ensamblarse.
En los Game Awards del 2024, Indika estuvo nominado en la categoría Games for Impact, en la que compitió con Neva, del estudio español Nómada. En esa disputa –por lo demás absolutamente innecesaria y superflua, salvo para el adinerado Geoff Keighley y su profuso séquito de publicidades– Indika termina siendo, con sus virtudes y sus pecados encima, un justo perdedor ante un justo ganador.
Nota: 7.
Redacción: Enzo Servedía.