I don’t want to set the world on fire
I just want to start a flame in your heart
The Ink Spots
1. Ambientación apta para poetas bucólicos, líricos y/o decadentistas
La atmósfera o la presentación inicial es esta: una suerte de valle británico soporífero y visceral, con el muy bonito nombre de Slatten Dale; un bunker en ruinas; el eterno, hastiado e híper explotado protagonista amnésico; un científico (posiblemente loco) herido de muerte; una tarjeta de identificación para abrir una puerta de proporciones demenciales y escapar de la cuarentena impuesta (de forma aparentemente automática) por el propio y misterioso establecimiento y, por último, un lugar llamado “El Intercambiador”: eje central y causa de todos los problemitas atómicos en torno a los pueblitos ingleses, que constituyen el variopinto escenario de Atomfall y que, en lo concerniente al aspecto de su específica ambientación, se aleja bastante de los innumerables edificios en ruinas, de los cielos continuamente contaminados y, en definitiva, del universo grisáceo y post apocalíptico de Fallout New Vegas: juego del que los desarrolladores toman cierta inspiración, sí, como ellos mismos refieren, pero del que claramente se alejan, sobre todo por la paleta de colores del paisaje, que combina lo mecánico y lo bucólico, lo metálico y lo analógico, la brillantez deslumbrante del exterior y la opacidad íntima y opresiva de una alcantarilla, y que denota, en suma, toda esa “pintoresca campiña británica, con sus colinas verdes y ondulantes, sus valles exuberantes y sus pueblos rurales”.
Ahora bien, en este bunker masivo llamado Interchange, una especie de complejo de hierro y metal intrincado que conecta varias, sino todas, las localidades aledañas mediante complicados túneles, y que sirve como centro neurálgico de operaciones de la British Atomic Research Division (aka BARD), pasaron varias cosas, pero, en sentido estricto, dos cuestiones principales: 1. un grupito munido y sumamente entusiasta de científicos realizaron muchos experimentos, probablemente cuestionables en términos morales; 2. otro grupito no menos excéntrico de “cerebritos”, enojados y revelados en contra de sus colegas supuestamente intachables debido al atávico pero nunca descartable juramento hipocrático, empezaron, por cuenta propia, otros emprendimientos, no menos deleznables que los que llevaban a cabo los acérrimos de las leyes humanitarias, esto es, el primer grupito.
Y lo que pasó, según una grabación hallada en el ala médica del sector C del Intercambiador, fue que esta segunda brigada de científicos renegados, liderados por un tal Dr. Holder, instalaron, en las semanas previas a la entrada en vigencia de la cuarentena, un laboratorio secreto en el sótano de una iglesia, dedicándose a robarle material y equipamiento al primer grupito, con el propósito de hacer cosas raras para gente nunca normal. Este tipo de puteríos y meollos, encontrados y registrados en notitas, cartas clandestinas y mensajes vedados, constituyen, en suma, todos y cada uno de los misterios en torno al problema de la radiación, de la conversión de los humanos en mutantes radioactivos, de las anomalías que afectan a los ciudadanos y a los pueblos vecinales, que solo querían vivir un rato en paz y escuchar algún disco de vinilo, sin plantas metamorfoseadas que vinieran a interrumpir la hora inestimable e insoslayable de tomar el té. Y existe, como si todo lo anterior no fuera suficiente para desanimar a cualquier inglés que se precie de tal, un claro conflicto entre los científicos que trabajan en la instalación nuclear de Windscale, por un lado, y toda la milicia que debe resguardar la seguridad del perímetro interior y exterior a las instalaciones, por otra.

En medio de este desastre atómico e inopinado, que por supuesto no excluye numerosas y enloquecidas batallas de egos, el señor con inconvenientes memoriales y existenciales logra, por fin, salir de su encierro primario. Inmediatamente afuera, aunque distribuida en otros puntos estratégicos, hace aparición la clásica cabina telefónica de estilo bien british, roja, elegante, alta, vidriada, indiferente, repleta por dentro de artículos periodísticos pegados a las paredes, junto con varias publicidades ininteligibles y, fundamentalmente, junto con una voz, entre ronca y gutural, que suena desde el timbre de un teléfono antiguo, ubicado dentro de la misma cabina, y que le dice al señor olvidadizo cuando éste atiende el llamado, entre otros puntos interesantes, tres palabras: “Oberon debe caer”. Que acaso debiera traducirse como: “Oberon debe morir”. Más adelante, en otro bunker, con otras criaturas radiantes empotradas en madreselvas fluorescentes y otros científicos desquiciados (el desquicio y la cualidad de lo bizarro son estrellas radiantes del argumento, no así la variedad de enemigos), el hallazgo de una notita constata (al respecto de la identidad desconocida del vagabundo en situación de calle) lo siguiente: “Viniste del Intercambiador. No olvides dónde enterraste los secretos. Es noviembre de 1957. Solo quedas tú. No olvides a los que están atrapados dentro”. La cuestión de la soledad es una absoluta falacia. Por ejemplo, además de los militares, las enormes plantas multicolores y los proscriptos, el protagonista va a tener que lidiar, una y otra vez, con los llamados “druidas”: unos tipos para nada histéricos, que llevan máscaras hechas con hojas secas y que veneran la “Voz de la Tierra”, esto es, fanáticos que rastrean los bosques en busca de chatarra, coches viejos y baterías brillantes, y que raptan y secuestran personas para mantenerlas cautivas en un castillo destartalado. Según ellos, “algo”, presumiblemente perturbado por los cerebritos de los laboratorios, ha infectado la superficie del planeta y ha despertado la “Voz de la Naturaleza”: una especie de fuerza magnética, libre y salvaje y sin ataduras morales, latente y oculta en la Tierra por eones, que ha esperado el momento oportuno para finalmente salir y activar, de una vez y para siempre, la glándula pineal de la conciencia, el tercer ojo dormido de los seres humanos, la voluntad narcotizada y aletargada mas extremadamente necesaria para combatir el terror del Nuevo Mundo. Todo muy normalito.

2. Jugabilidad no apta para poetas surrealistas
El señor protagonista, al que literalmente no le adjudicaron actor de voz, que no es lo mismo que afirmar que no tiene voz ni voto en cada uno de los quilombos en los cuales se va metiendo, no entiende absolutamente nada. Spoiler alert: el jugador tampoco. Y esa va a ser, casi en toda la magnitud de la aventura, la sensación troncal de la experiencia. A esto último habría que agregarle otra sensación, que es la del peligro constante y sonante, máxime si se tiene el coraje de modificar el estilo de juego, algo no recomendable para corazoncitos sensibles e impresionables con una gotita de sangre o con el aviso constante, ante los ojitos alunados, de “you are dead”. Dicha modificación consiste, por ejemplo, en subir la dificultad de desafiante (la experiencia de Atomfall “por defecto”) a intenso, en la que el combate se torna casi impracticable y por momentos un poco injusto, o, por el contrario, y como bien dirían los desarrolladores, “realista”: con enemigos que adquieren de pronto una percepción de la distancia prácticamente extrasensorial; con la resistencia del protagonista que desciende a una nulidad exasperante, en la que cada roce o rasguño supone una sentencia de muerte; con negociaciones que se tornan despiadadas y con una exploración, por último, que es casi similar a la sensación de perderse adentro de una agujero negro, esto es, la sensación de que, de golpe y porrazo, la luz se apaga para siempre.
Pero, más allá de la dificultad escogida, hay una realidad que no se puede soslayar: las cinco áreas de Atomfall presentan peligros de distinta índole e intensidad. El pueblo de Wyndham Village, sin ir más lejos una de las primeras locaciones a las que se tiene relativo y fácil acceso, está controlado, mediante una estricta vigilancia, por un grupo para-militar, que condena cualquier “práctica pagana” bajo pena de muerte, y que, con el pretexto de resguardar la seguridad de los ciudadanos que viven en el interior del pueblito, pegan carteles por todas partes, los cuales refieren las reglas comunes y arbitrarias de siempre: “Decadent practices will not be tolereted”, “Obey food ration laws”, “Obey lockdown rules”, “Obey the army, as you would the police”, etc.
¿Y qué significa esta iconografía militar para el desprevenido ocasional y más o menos incrédulo? Que cualquier roce con cualquier soldadito que ande dando vueltas por la villa, resguardando un puestito de vigilancia, provoca, casi de manera instantánea, el tiro en la cabecita y el consiguiente enfrentamiento con las fuerzas del orden. Esta situación se hace particularmente insostenible en Skethermoor, probablemente el escenario más desafiante y amenazante para todo buen samaritano que busque ingenuo una paz insostenible por donde se la mire: militares insoportables que distinguen una mosca volando a quinientos metros a la distancia; robots gigantes parlanchines e indestructibles; esporas violáceas que se abren radiantes al mínimo contacto y provocan instantáneo envenenamiento; el cauce de un río aparentemente tranquilo en el que, de cuando en cuando, explota un mortero y manda todo al garete, tripas mediante; grupos de druidas enloquecidos y proscriptos esquizofrénicos, con rondas más o menos aleatorias. Los militares, mientras tanto, siguiendo una política armamentística tal vez de cajón, primero disparan y después preguntan: premisa y orden inexcusable que tiene como causa primera el régimen de lo que ellos (es decir los militares) llaman “El Protocolo”. Sin embargo, para algunos habitantes, que se cuidan muy bien de decirlo en voz alta, este condenado protocolo es, por una parte, una suerte de “bota militar en el cuello” o, por otra, “algo con lo que debemos lidiar y soportar, no simpatizar”, según declara muy sucinto Morris Wick, propietario de un negocio que comercia desde balas para rifles de distinto calibre hasta recetas para armar algún molotov o alguna que otra bombita casera. Sucede que, por su tonito entre pasivo-agresivo y sus muecas francamente indescifrables, el señor Wick está esperando el instante oportuno para unirse definitivamente a las filas de una secta que clama por la “Voz de la Tierra” y, en algún momentito nomás, tirarle un cóctel molotov a algún robot de la milicia: así como hacían los rusos, que los “arrojaban en los conductos de ventilación de los panzers alemanes”. Todo muy normal.

Cada una de las circunstancias anteriores, además, se ven claramente incrementadas por el tipo de mecánicas implementadas y, sobre todo, por el gameplay propiamente dicho, que incentiva la exploración y la indagación aleatoria, merced a un sistema de seguimiento de pistas, observaciones, notas halladas en campamentos, en puestos militares, en casas abandonas, y que, antes que delimitar el camino desde el punto A al punto B en el clásico mapita del open world, incitan simplemente a recordar instancias mencionadas por diversos NPCs, o a marcar personalmente sectores en el mapeado del mundo, con el objetivo primordial (aunque también está presente la posibilidad permanente de desviarse del hilo principal de la trama) de cerrar una investigación en curso. Es decir, el equipo de Rebellion no le propone al ocioso jugador: vaya hasta el lugar donde el convoy descarrilló, elimine a todos y cada uno de los druidas fisuras que andan surcando los restos del accidente y aprópiese, finalmente, de los cuantiosos y suculentos tesoros allí depositados. No. Lo que suscita esta mecánica de crafteo (que sin embargo no deja de ser un poco rudimentaria y que no inventa ninguna rueda) es sencillamente una libertad exploratoria que, por un lado, puede ceñirse al guion y al misterio más o menos central que implica el desarrollo de los acontecimientos, a sus variadas líneas argumentales, o, por otro lado, puede transformarse en una suerte de libertinaje hecho y derecho, en donde es practicable ejecutar (es decir hacer estirar la pata, es decir enterrar seis metros bajo tierra, es decir obligar al occiso a mirar las flores desde abajo) a todo buen loquito, militar, hereje o hijo de Dios que ande rondando por los bosques de Casterfell, Skethermoor, Slaten Dale, Wyndham, etc.
No obstante, este último abordaje, precisamente por su condición un tanto anárquica y más bien consumadamente psicópata, puede cerrar (aunque en algunos casos puntuales también abrir) la posibilidad de concretar misiones, side quest varias, coleccionables y pequeños detalles que le otorgan cohesión o amplían el conocimiento del universo en derredor: comics de John Steel, de Jet-Ace Logan, de Rick Random, de Captain Condor, entre otros, que sirven no solo como meras referencias a la cultura pop británica y americana de la década del cincuenta, sino también como guiños al destino singularmente misterioso del protagonista; sectores ocultos, de los que pueden extraerse, además de armas o manuales de supervivencia o nuevas habilidades, diversas notas o manuscritos top secret que abren eventualmente nuevas investigaciones; otros puntos de interés o, en su defecto, accesos diversos a un mismo escenario. Resumiendo: diferentes maneras de hacerle frente a las dificultades que presentan los cinco pueblitos de Atomfall, que, justamente, en este último apartado, se aleja de la idea del mundo abierto a lo Fallout y se acerca (no por la condición del guion completamente encriptado, sino, antes bien, por su jugabilidad no apta para lectores de libros de auto-ayuda) a juegos como Stalker o a varias entregas de la franquicia Metro.

3. Trama apta para narradores en primera persona con tendencia al monólogo interior
“El primer paso para escapar es comprender”, le dice la vieja Jago al protagonista amnésico, quien siempre encara las conversaciones con una mezcla de letargo medio gagá, una suspicacia y una objetividad ciclotímicas y la desconfianza absoluta y total por cualquier cosa que le digan. (Esta dinámica de pregunta y respuesta tal vez implica un punto flojo del último título de Rebellion, puesto que no ahonda en la posibilidad de incrementar la probabilidad o la multiplicidad de opciones mediante un sistema de asignación de habilidades o puntos extra al momento de “subir de nivel”). La octogenaria, entonces, que dice llamarse Madre Jago, que viste un sombrero de ala ancha con rosas y que tiene esa vocecita del líder cultista a punto de perder la razón en cualquier instante, claramente representa, junto con todos sus acólitos de la Cueva Parlante, la típica secta maníaca o, más habitualmente, la típica facción de mundo más o menos abierto. Esta gente insana, como otros de los innumerables insanos que rodean el mundo de Atomfall, pretende destruir las “máquinas” y las “mentes” de los científicos imprudentes, quienes, según el discurso corriente, causaron el caos en el bosque de Casterfall y alrededores. El protagonista, por supuesto, sigue sin entender nada, sigue sin decidir a cuál de las facciones debe dedicar su lealtad y, sobre todo, sigue sin saber quién demonios es él mismo. La voz incorpórea que lo atiende en la cabina telefónica le explica siempre, como una suerte de letanía condescendiente, de resguardo caviloso, de mantra acuciante: no confíes en nadie, el pueblo de Wyndham es bueno, es seguro, es pintoresco y es peligroso.
¿Pero, justamente, qué fue lo que causó específicamente la cuarentena, y la radioactividad, y la aparición conveniente de los soldados del ejército británico, a los que Alf Buckshaw, cervecero del único pub de Wyndham, califica de “nazis”? ¿Oberon tiene alguna conexión con los planes del ejército, con los científicos que llegan en convoy a la zona, o con ninguna de las dos facciones? ¿Por qué Oberon debiera efectivamente caer? ¿Qué significa ese sector, inaccesible por un puente destruido y anegado por un profundo abismo, dentro del mismo Intercambiador? ¿Algún doble agente encubierto de BARD o algún reincidente quiso ingresar, sin el aval oficial, y por eso volaron, tal vez como medida de precaución ineficaz, todo un carril por los aires: carril que conducía precisamente a la parte del edificio designada como Oberon, y a la que el protagonista debe de algún modo ingresar? Una nota de investigación, encontrada en el sector de robótica, con fecha de abril de 1957, deja entrever que la mencionada BARD hacía exámenes, acaso prohibidos y por lo tanto clandestinos, de cristalografía con rayos X, a saber: “Aquí se están produciendo procesos que no podemos comprender, pero que debemos entender si queremos sostener alguna esperanza de sintetizar ‘oberita’ cuando se agoten los suministros. Sus propiedades físicas son asombrosas, milagrosas incluso. Ni las llamadas ‘baterías atómicas’ ni los ‘cerebros’ artificiales habrían sido posibles sin ella. Simplemente no vamos a admitir que sea lo único que tengamos. Tiene que haber una manera”.

¿Y mientras tanto su propia voz, es decir la voz de él, del perpetuo protagonista desmemoriado, no la de cualquier otro NPC que le asigna, de improviso, la misión que conlleva el eterno mandado de rigor: recolectar este aparato para destruir aquel reactor nuclear, como si la aniquilación de un reactor nuclear fuera a garantizar la disolución absoluta de todas las anomalías radioactivas vigentes; resguardar el secreto de un asesinato cometido en el altar de una iglesia, para no alentar la represalia del siempre constipado jefe del ejército; reactivar la torre de radio para mandar la consabida señal de ayuda, vaya uno a saber a quién; ayudar a un biólogo superviviente que investigaba el organismo de la ‘oberita’ descubierto en el Intercambiador, con la promesa, a todas luces inverificable, de una forma concreta de escapar a todo este pueblito falsamente apacible; recolectar los instrumentos para arreglar el transmisor de onda larga, con el objetivo –nada desdeñable desde el punto de vista ético, pero absolutamente ingenuo desde cualquier otro punto de vista más o menos sagaz– de encontrar alguna improbable alma caritativa en este mundo egocéntrico, definitivamente no apto para lectores de Paulo Coelho, ni de Gabriel Rolón, ni de Jaime Sabines, ni de Ernesto Sábato, ni mucho menos de Juan Solá?
La preguntita, entonces, que sí tiene que responderse el mudo señorito ambulante es aquella que le espeta, así nomás, sin ningún tipo de preámbulo o de consentimiento barato, una científica de BARD, que se autoproclama como jefa y encargada de todas las investigaciones en curso, y que se hace llamar Joyce Tanner: “No parecés ni un salvaje, ni un militar, ni un druida. Decime, entonces, ¿quién sos, exactamente?” Esa incógnita, sin embargo, implica un cuestionamiento extensible y aplicable a cada uno de los militares embusteros, adoradores extremos del Viejo Mundo, druidas ingobernables, civiles desencajados, nobles y ventajeros comerciantes de la zona. Incógnita que, claro está, no excluye para nada los propósitos de la mismísima Tanner, quien claramente nunca dice lo que piensa. El contexto narrativo presentado por Rebellion sugiere, prácticamente en todas sus facetas y vericuetos argumentales, la desconfianza y el interrogatorio constantes: cuestión que puede verificarse por sus varios finales. Nadie nunca dice, ni dijo, lo que verdaderamente piensa en su fuero interno: ni en este mundo, ni en ningún otro. Por eso, al bienaventurado protagonista le queda finalmente una única opción: la suspicacia como método ineludible de la supervivencia y la búsqueda de su propia identidad, de su propia voz interior, de su propia implicancia en el entramado de una historia que lo tiene a él, mal que le pese, como epicentro del mundo de Atomfall.
Redacción: Enzo C. Servedía
Puntaje: 8. Muy bueno.
Tiempo Gamer agradece, a los desarrolladores, por la copia cedida del videojuego.