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Ghost of Tsushima, PC review: el camino del samurái

Parece tan gentil como el conejo del zodíaco que le da nombre, pero por dentro es un lobo.
Yojimbo, Akira Kurosawa

Detrás del velo.
En tierra firme huimos.
Rotos, mas vivos.

Cinta del Conflicto

¿Por qué Ghost of Tsushima –a pesar o precisamente a causa de cargar a cuestas con su condición ambivalente de “open world”– es un juego posiblemente convocante en varios de sus apartados? Por varios motivos. Porque el desarrollo de su argumento puede resultar atrapante aunque su premisa no lo sea tanto (el típico héroe o contra-héroe solitario por antonomasia que, despojado de todo, debe ir poco a poco juntando aliados y haciendo crecer la “leyenda” de su figura en un mundo siempre en permanente conflicto con los deseos personales y sobre todo con el pasado), porque sus mecánicas se integran a los vaivenes de la historia y profundizan los conflictos de la trama (o la vuelven coherente en relación con el diseño del mundo), porque su preciosismo visual no es solo mera ostentación gráfica (y no presupone, por lo tanto, apenas una acumulación de capturas o de wallpapers para compartir en la comunidad de Steam), porque la influencia de Kurosawa puede verse en ciertos planos generales y en ciertos tropos de su narrativa (el modo Kurosawa no implica, en este sentido, “solo un filtro en blanco y negro, sino que es todo un homenaje a su estilo cinematográfico”) y, fundamentalmente, porque es un título relativamente corto en comparación con otros tantos que saturan la industria doble o triple A del gaming. 

El juego desarrollado por Sucker Punch, no es ninguna novedad, hace muchas cosas bien. Toma los mejores elementos de ciertos mundos abiertos –véase la primera comparativa, en relación con alguna que otra mecánica de misiones, por el caso de Assassin’s Creed o de Far Cry– y los incorpora al diseño de una isla que destila el cuidado por el detalle en cada rincón imaginado. Si bien la comparación tiene algo así como un fundamento práctico, más que nada en lo concerniente al modus operandi que se utiliza, por ejemplo, para despejar un campamento enemigo, el caso de Jin Sakai es bastante diferente. Por una parte, porque no dispone de una conveniente águila amiguita (más tarde en la historia esta noble ave será un recurso del enemigo, no del protagonista) o de una especie de dron para registrar cada punto de interés del universo, y porque, por otra, la acción de tomar cartas en el asunto queda entonces únicamente relegada a su voluntad, es decir, a la voluntad del jugador: puede bajar uno a uno sigilosamente cada miembro de una fortaleza quebrantando así el código de honor del guerrero samurái, o puede empezar desafiando a un par de rivales para, acto continuo, enfrentar en combatas cuasi individuales a toda una horda mongola. Por eso parece un poco injusta y relativamente simplista (aunque efectiva en términos de condensación descriptiva) la hipótesis de que Ghost of Tsushima es un producto de Ubisoft (más específicamente un Assassin’s Creed) pero ambientado en el Japón feudal, concretamente en el año 1274.

Dicho lo anterior, el diseño de las tres islas ocupadas por los mongoles (Izumara, Toyotama y Kamiagata) es sencillamente hermoso. Pero no se trata solo de la siempre anhelada cualidad foto-realista de sus ambientes o de la dinámica cambiante de sus escenarios, aunque todo lo anterior esté efectivamente presente en el juego: cierta belleza nostálgica y meditabunda en cómo caen los hojas de los árboles y en cómo refracta la luz del sol en ese camino hacia una tierra ocupada también por una naturaleza salvaje y más o menos hostil; la calidad exquisita de cada uno de los entornos (Nixxes volvió a dar en la tecla, después de un concienzudo trabajo con el Horizon Forbidden West, y llevó a cabo un detallado y pulcro port a PC); el arrebato cromático que suponen los avistamientos de los atardeceres al tiempo que se desanda la historia, a pie, a caballo, escalando una montañita de rocas para alcanzar el pico de un santuario o atravesando una pradera en el invierno de una noche cualquiera; la naturaleza heterogénea del sistema del clima; los numerosos distritos con sus respectivos castillos, fuertes, campamentos o moradas y cierta preocupación, en suma, al respecto de lo estrictamente autóctono. No se trata solo de eso, es decir, de un mero deslumbramiento gráfico. Se trata simplemente de cómo el diseño de ese mundo, creado por el equipo de Nate Fox y compañía, se incorpora a la narrativa y a las mecánicas propias del juego en el contexto global del argumento. Por eso, si bien se “vende” a Ghost of Tsushima como un “open world”, lo cierto es que las tres islas antes mencionadas componen un escenario relativamente pequeño en relación con otros títulos que se inscriben dentro del mismo género: tal es el caso, por ejemplo, de The Witcher 3 –con un mapeado basto, absolutamente repleto de marcadores por doquier y con casi infinitas misiones principales y secundarias por completar. El juego que ocupa esta reseña también ostenta misiones primarias y secundarias, pero casi todos ellas se ciñen a la situación específica de la invasión mongola. Esa tensión ineludible de la coyuntura –exterminio y preocupación de ciudadanos o de NPCs, prisioneros en los caminos, ejecuciones y decapitaciones, castillos inexpugnables, fortalezas aparentemente inquebrantables, soldados atentos al menor movimiento nocturno– está siempre latente en el carácter progresivo de la historia, y ni siquiera se resuelve en los pequeños momentos de reflexión y de pensamiento, que son varios, y que sirven paradójicamente para calmar el ansia exploratoria, por un lado, pero, al mismo tiempo, para aumentar las dosis de encontrar haikus, manantiales, pájaros dorados o zorros, por el otro.

Y si bien en efecto se puede vagabundear sin ningún propósito en particular, esto es, lotear equipamiento, completar encargos y conseguir materiales para modificar armaduras, cintas, espadas y/o demás menesteres, lo cierto es que la mayoría de las misiones tienen que ver directa o indirectamente con la contingencia de la invasión. Demandarle otra faceta completamente disímil al juego –aun a sabiendas de que se trata de un “open world” en el que, supuestamente, uno puede hacer lo que se le antoje de modo cuasi interminable– sería irrelevante e inconducente de acuerdo al ámbito de su narrativa: la isla está ineludiblemente semi desierta o despoblada; los pocos samuráis que quedan por ahí dispersos y aislados unos de otros, resistiendo a duras penas con un par de camaradas, escondidos entre promontorios o detrás de un par de rocas; los mongoles surcan los caminos entre las prefecturas, tomando prisioneros, ocupando castillos y aldeas, formando campamentos y erigiendo fuertes, etc. etc. Y de lo anterior se desprende una suerte de crítica, que puede ser por lo positivo o por lo negativo, y que además podría adscribirse como una dolencia crónica del género en particular: y es que, en los denominados mundos abiertos, con tanto “contenido” y tanta “side quest” por realizar, la experiencia puede eventualmente volverse repetitiva, anodina, algo esquemática, diluirse en una especie de sopor infinito y caer, en definitiva, en ese loop recurrente, en ese proceso de eterno retorno al asedio del cuartel enemigo de rigor, con el objeto de ir completando el juego al cien por ciento y, en ese mismo trayecto, incrementar el nivel del personaje y del equipamiento necesarios para los niveles o las zonas con dificultades más avanzadas. En este sentido, sería válido constatar que la citada curva de dificultad puede ir curiosamente decreciendo según se vayan dominando, en mayor o en menor medida, los diversos “artes” de la espada, las posturas de piedra, agua, viento y luna y la implementación de nuevos accesorios o cosméticos, entre otros. En una nota escrita para el blog Héroes de Papel, Isaac L. Redondo se refiere sobre el particular con estas palabras: “(…) el dominio del combate, basado en bloquear y esquivar ataques hasta encontrar el momento de contraatacar resulta francamente gratificante. Sus creadores no han escatimado ni un gramo de crudeza en las mecánicas de lucha, con movimientos de espada que derivan en la amputación de algún miembro, gritos de dolor que reflejan la crueldad de la guerra o golpes de gracia que sirven para rematar a algún enemigo moribundo. El horror como trasfondo. La crudeza como instrumento para dotar al juego de realismo. Todo ello dentro de una coreografía de movimientos y ralentizaciones que bien podrían formar parte de una creación de cine de género”.

Por otra parte, uno de los apartados sugerentes de Ghost of Tsushima es, definitivamente, el que concierne a su exploración. A diferencia de otros títulos –en los que, una vez descubierto una zona de interés particular del mundo, esta misma zona desprende a su vez otros puntos de interés y los delimita en el mapeado total del universo por conocer– Sucker Punck ideó una mecánica acaso más directa e intuitiva a la vez: un sistema de guía a través del viento. Dicho sistema consiste en lo siguiente: al momento de seleccionar una misión o alguno de los numerosos “relatos” (que sirven, de manera concomitante, para hacer crecer la leyenda de Jin en la isla y para obtener nuevos recursos, técnicas y habilidades) el viento empezará correr en esa específica dirección, haciendo que ondule la hierba, que las copas de los árboles se agiten y que incluso la dirección de algunos insectos o animales sea también la dirección de esa zona previamente seleccionada. Es ir del punto A al punto B sin decirle al jugador la ruta exacta del camino que tiene que tomar entre esos dos puntos. Tan simple y sencillo como eso. Es una mecánica que apela a la curiosidad exploratoria y no tanto a la consabida y permanente delimitación de puntos en el mapeado general del universo de turno: lugar común del género, si los hay.

A su vez, de manera harto aleatoria, a medida que uno va descubriendo el mundo se va a ir encontrando con unos simpáticos pajaritos dorados. Estas avecitas, que “conocen la isla más que cualquier persona”, van a conducir a Jin a distintas locaciones de sumo interés: guaridas de zorros y santuarios de Inari, cercanos a ciertos árboles rojos o amarillos, que habilitan espacios de encantamiento; estructuras de bambúes, que presentan un pequeño desafío y que incrementan los niveles de determinación; habitáculos cerrados donde se ocultan manantiales, que incrementan la salud máxima a partir de una escueta reflexión y, por último, espacios abiertos –panorámicos e íntimos a un mismo tiempo– que permiten la observación del entorno inmediato y la construcción de haikus. (Los haikus, además de tener la función pragmática de habilitar “cintas”, cultivan la imaginación a partir de la meditación y de la selección minuciosa de ciertos temas o motivos. Permiten detener el cauce vertiginoso de la contienda y, sin apartarse demasiado del marco argumental, abren instantes de reflexión merced a la música y al sentido de la quietud). Todos estos momentos, con lo cual, representan una parte fundamental del ritmo y el tono del gameplay: a su manera, cada una de estas “actividades” aprestan la mente, mejoran las habilidades y traen “paz a la isla”. El hallazgo de ciertos grillos, por ejemplo, además de ser necesarios para aprender nuevas melodías en la flauta, representan símbolos del otoño y son inspiración de poemas y obras líricas: “Son codiciados por su canto, por lo que es habitual que se los capture para mantenerlos en pequeñas jaulas. Se los puede encontrar en la naturaleza, aunque algunos dicen que es mejor mirar en cementerios, donde cantan para consolar a los muertos”.

Por último, la declarada y consecuente influencia del cineasta japonés. Uno de los varios paralelismos que se pueden establecer tiene que ver, por citar apenas un caso, con Yojimbo, de 1961. Esta película abre con un plano secuencia que sigue de espaldas a un hombre caminando por unas colinas, mientras, de manera paralela, se suceden en la pantalla las siguientes líneas, en caracteres blancos y grandes que ocupan casi todo el espacio de lo que sucede por detrás: “En el año 1860, el surgimiento de una clase media comienza a provocar el fin de la Dinastía Tokugawa en el poder. Un samurái, quien alguna vez fuera un guerrero dedicado al servicio de la realeza, se encuentra ahora sin un maestre a quien servir, situación que lo deja sin nada para sobrevivir, aparte de los únicos recursos que posee: su ingenio y su espada”. El protagonista de este icónico largometraje, Sanjuro, un ronin sumamente sarcástico y maquiavélico, tiene un sentido de la justicia un tanto ambiguo, rayano con cierto cinismo que esconde antes bien un altruismo escamoteado en esa figura que combina el salvajismo de un vagabundo y la preocupación sincera por la contingencia en derredor. Por un lado, entonces, se propone limpiar un poblado repleto de mercenarios, forajidos, jugadores, proxenetas y un alcalde auto-proclamado que comercia clandestinamente con la seda y con el sake (“Cobraré por matar”, afirma el maestro espadachín a un viejo bondadoso y medio lunático que lo recibe para darle algo de beber, “y esta ciudad está llena de hombres que merecen morir”) y, por otro, evidentemente parece no tener ni un solo tipo de vacilación a la hora de cobrar por sus servicios, quebrantando así el código ético del bushido, literalmente traducido como “el camino del guerrero”: algo que Jin Sakai, al menos al comienzo de la aventura, se resiste a llevar a cabo. De esta dualidad se sirve la dirección artística de Sucker Punch para adosar una cuota de tensión narrativa a la historia personal de Jin, dejando a un lado el humor negro y la complejidad irónica del film de Kurosawa, pero acoplando del mismo un punto clave y fundacional: la ira de un samurái desclasado, nihilista y empático a un mismo tiempo, que busca una metódica y brutal redención ayudando a quienes más lo necesitan: asimismo tópico recurrente en Los siete samuráis, donde un grupo de guerreros son reclutados para auxiliar a unos aldeanos cansados de ser acosados por una manada iracunda de bandidos.

En resumidas cuentas, además de postularse como guiños cinéfilos e insustanciales al universo ficcional del japonés, o apropiaciones deliberadas de ciertas técnicas cinematográficas, son también recursos estilísticos y/o maniobras mercantilistas que, en el mejor de los casos, podrían incluso estimular la curiosidad de algún que otro ansioso, y, por eso mismo, significar envíos para todas aquellas almitas inquietas, quienes, más allá de la historia del juego en sí misma y de sus consabidos homenajes, se den el gusto de transitar otro tipo de experiencia, no menos cautivante que la del gaming: la del cine de Akira Kurosawa.


Redacción: Enzo Servedía

Puntaje: 9, excelente

Junio del 2024

Más info: https://www.playstation.com/es-ar/games/ghost-of-tsushima/pc/

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Agradecemos a Playstation LATAM por la copia cedida para PC con el fin de hacer la reseña.

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